(Publicado en prensa)
Una de las debilidades esenciales
de cualquier partido político es que los seductores cantos de sirenas y los edulcorados
cuentos de hadas que conforman su ideario teórico tienen que llevarlos a la
práctica personas de carne y hueso, lo que no es obstáculo para que todas las
formaciones políticas pretendan presentarse, como tales formaciones, como un
ente abstracto que está por encima -a la manera de una idea platónica- de sus
dirigentes y de sus militantes.
Es
lo que vino a sugerir el presidente del Gobierno en su comparecencia apesadumbrada
y victimista del pasado jueves: por encima de Koldo, de Ábalos y de Cerdán está
el partido, que no es responsable de sus responsables irresponsables. Bueno, sí
y no. Depende.
En cualquier
caso, lo que no dijo es algo que, no obstante, se hizo evidente: que por encima
del partido está el propio Sánchez. Él y su proyecto, de los que España no
puede prescindir si quiere avanzar por la senda de la prosperidad colectiva, a
pesar de que la prosperidad, visto lo visto, es más rumbosa con unos que con
otros. Tampoco dijo que llegó a la presidencia del Gobierno tras una moción de
censura cuya legitimidad moral se sustentó en la concatenación de corruptelas
que en aquel momento enfangaba al PP. La asimetría puede resultar desconcertante:
lo que a Sánchez le sirvió para derrocar a un Gobierno le sirve ahora para
mantenerse en el Gobierno.
La hemeroteca es,
como casi siempre, demoledora. De este modo defendió Sánchez en 2018 la moción
de censura contra el Gobierno de Rajoy: “La corrupción actúa como un agente
disolvente y profundamente nocivo para cualquier país. Disuelve la confianza de
una sociedad en sus gobernantes y debilita en consecuencia a los poderes del
Estado. Pero también ataca de raíz a la cohesión social, en la que se
fundamenta la convivencia de nuestra democracia, si a la sensación de impunidad
por la envergadura de los hechos que están siendo investigados, la lógica respuesta
lenta de la Justicia, se une la incapacidad de asumir las más mínimas
responsabilidades políticas por los actores concernidos. La corrupción merma la
fe en la vigencia del Estado de Derecho cuando campa a sus anchas o no hay una
respuesta política acorde a la entidad del daño que se ocasiona. Y, en último término,
la corrupción destruye la fe en las instituciones, y más aún en la política,
cuando no hay una reacción firme desde el terreno de la ejemplaridad”. Para
añadir: “Señor Rajoy, señorías del Grupo Parlamentario Popular, no se puede
obligar a un país a elegir entre democracia y estabilidad, porque no hay mayor
inestabilidad que la que emana de la corrupción. Porque se normaliza la
corrupción, fingiendo que aquí no ha pasado nada, que hay que mirar hacia otro
lado. Porque supone proclamar a los cuatro vientos que la política puede
tolerar tácitamente la corrupción”.
El actual argumentario exculpatorio de Sánchez admite un resumen: “Soy la única víctima de todo esto”, igual que como víctima de su entorno corrupto se presentó en su día Rajoy, cuya petición de perdón tuvo esta respuesta por parte de Sánchez: “«Ni al Congreso ni al Senado se viene a pedir perdón. Se viene a asumir responsabilidades políticas».
En cualquier caso, pides perdón por lo
imperdonable y tú mismo te das la absolución. Son las ventajas, en fin, de
disponer de un concepto mesiánico y a la vez cesarista de uno mismo.
La
disyuntiva puede ser muy simple: la supervivencia de Sánchez como presidente del
Gobierno y como secretario general de su partido o bien la supervivencia del
PSOE, al margen de Sánchez, como opción fiable de Gobierno. Al fin y al cabo,
un partido político puede sobreponerse a los errores de sus dirigentes, pero siempre
y cuando sus dirigentes admitan sus errores a título personal y no opten por la
vía escapista de atribuirlos a la fatalidad, a las conspiraciones externas y a la
traición interna de unas meras “manzanas podridas”.
Por
otra parte, sorprende la tibieza de los ministros de Sumar ante este episodio,
sobre todo si se tiene en cuenta que sus principios éticos se basan en una
especie de puritanismo laico tan severo como un tanto remilgado. Será, no sé,
por lo del anillo de Gollum, aquel personaje ideado por Tolkien: quien ha
tocado poder, quien ha experimentado su magia, ya no puede soltarlo. De momento
-y ya van tarde-, lo único que han reclamado es más capacidad de decisión
dentro del Ejecutivo, estrategia que puede interpretarse que se sustenta en una
moral acomodaticia, aparte de participar del resarcimiento y de la coerción.
Este
escándalo servirá de combustible altamente contaminante para los demagogos
profesionalizados como tales. Esos que, si pudieran, harían lo mismo que
denuncian desde una indignación sobreactuada, según ha demostrado empíricamente
el pintoresco eurodiputado conocido por el nombre artístico de Alvise Pérez.
Por
su parte, el ministro Puente, que ejerce de tuitero con fervor de adolescente
bocachancla, celebró que el 47% del dinero ganado por Alcaraz en Roland Garros
“vendrá a España para nuestra sanidad y nuestra educación”. Sí. Pero es posible
que también para otras cosas. Porque parece inevitable que, cuando el dinero público
se mueve, algo se quede siempre por el camino. Y siempre hay alguien para
recogerlo. Y sin tener siquiera que sudar.