Cuenta Suetonio, aunque parece
ser que se trata de una mera leyenda, que el emperador Calígula sentía tanta pasión
por su caballo Incitatus que calibró
la posibilidad de nombrarlo cónsul. El polidelincuente Trump, esa especie de
Calígula con temperamento de caballo de rodeo, ha ido un poco más lejos y, a
falta de un caballo adecuado para el cargo, ha nombrado director del
Departamento de Eficiencia Gubernamental a Elon Musk.
Vamos
progresando.
Y
es que, en las primeras semanas de su segundo mandato presidencial, Trump no
solo ha cumplido con todas las expectativas, tanto las malas como las peores, sino
que incluso ha sobrepasado lo imaginable: amenaza de subida de aranceles,
anhelos colonialistas y guerra indiscriminada tanto al inmigrante como al
fentanilo, hasta el punto de que el fentanilo determina buena parte de su
política exterior. A juzgar por sus proclamas, no me atrevería a suponer que Trump
se cayó de niño en la marmita del fentanilo, pero sí que se dio un chocazo en
la frente con la marmita. Algo desde luego pasó.
Con
determinación compulsiva, en su afán por poner la realidad patas arriba cuanto
antes, el presidente se pasa el día firmando decretos estrafalarios con un
rotulador de punta gorda, lo que lo iguala grafológicamente a esos grafiteros
que dejan su apodo artístico en los muros. Habrá quien vea en ese detalle un
rasgo narcisista y habrá quien lo vea como una muestra de poderío imperial, quién
sabe, y seguro que el referido Calígula hubiese firmado de manera similar de haber
existido en su época los rotuladores de punta gorda.
En cualquier
caso, y rotuladores al margen, no hay punto de comparación entre el romano y el
estadounidense: Calígula llegó al poder por designio del emperador Tiberio, mientras
que Trump, según su propia interpretación teológica, alcanzó la presidencia por
designio de Dios, que se encargó personalmente de desviar la bala para que le
diese en la oreja, al considerar la deidad que con un tiro en la oreja era
suficiente para convertirlo en mártir.
Trump
resulta tan irreal y tan irracional, en fin, que parece el protagonista de un
programa televisivo de humor en el que se parodiase a un gobernante chiflado,
ignorante, rimbombante, infantiloide y de modales gansteriles. Algo así, no sé,
como El Show de Trump, sobre la pauta
de El Show de Truman, aquel personaje
cinematográfico que vivía en un mundo artificial con un desconocimiento
absoluto del mundo real.
La penúltima
ocurrencia de quien promete la renovada grandeza de EEUU sería cómica si no
fuese espeluznante: expulsar de Gaza a los palestinos, someter el territorio a
la autoridad norteamericana y convertirlo en un resort. La geopolítica sujeta a
las reglas, en fin, del Monopoly: “Compro Groenlandia y pongo un hotel en Gaza”.
Estos
gobernantes trastornados están al alza en medio mundo, entre otras cosas porque
lo tienen muy fácil de cara a su clientela electoral, tan trastornada como
ellos: solo tienen que prometer el arreglo instantáneo de la realidad común mediante el
método paradójico de fomentar el caos y el disparate.
De
entrada, el experimento, de tan descabellado, puede parecer divertido, pero no
nos vamos a reír.
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