(Publicado en prensa)
Lo peor que tiene lo peor es que puede ocurrir. Y ahora estamos en eso, en la posibilidad de que lo peor ocurra en cualquier instante, no ya por la decisión demencial de algún demente en concreto, sino de forma meramente accidental. Nos levantamos, ponemos el televisor o la radio y tememos oír que ya ha sucedido lo peor, pues lo peor ha dejado de ser una conjetura paranoica, una muestra caprichosa de alarmismo, para convertirse en una opción de realidad acorde con los síntomas que presenta nuestra realidad. Lo peor está ahí, pendiente de un hilo.
Y es que la historia
de la humanidad nos avisa de que las grandes catástrofes inducidas no necesitan
grandes detonantes ni grandes pretextos: basta una chispa. (Por ejemplo, no sé,
que a alguien se le ocurra asesinar en Sarajevo a un archiduque de opereta y
que el cadáver del archiduque produzca millones de cadáveres). Lo peor se
conforma, en definitiva, con muy poco. Barajemos opciones posibles: que un
misil defectuosamente programado impacte donde no debe o que un soldado decida
escribir por sí solo la Historia y, en un trance de iluminación épica, decida
cambiar la trayectoria de un dron. Por ejemplo. Las situaciones complejas
admiten la paradoja de ser en el fondo muy simples.
Estamos
viviendo una guerra ajena y lejana que no deja de ser una guerra propia y
próxima: basta con ir al supermercado para apreciar que la leche o el aceite se
han convertido en armas de intimidación, basta con mirar la factura de la luz
para comprender que la energía es un ejército enemigo, basta con seguir las
noticias para hacerse cargo de que la guerra se ha convertido en un arma
psicológica de destrucción masiva.
La humanidad ha sido siempre un ente insensato, una bomba de relojería para sí misma. Progresamos un poco y al poco estallamos, echando por tierra lo conseguido, pues se ve que nuestra mente está programada para estallar. Josep Borrell ha comparado Europa con un jardín rodeado por la jungla, lo que, sin dejar de ser un despropósito diplomático, es una metáfora certera. Y se acuerda uno de aquellas palabras con que Malcolm Lowry cerró su novela Bajo el volcán: “¿Le gusta su jardín? Asegúrese de que sus hijos no lo destruyan”.
Los hijos no creo que tengan
interés en destruir el jardín de sus progenitores, pero cabe la posibilidad de
que sus progenitores les dejen en herencia un jardín destruido. Aparte de eso,
la ocurrencia de Borrell admitiría tal vez una matización que tiene algo de
refutación: si en nuestro mundo globalizado hay un jardín exclusivo rodeado de
jungla, es que el jardín también es parte de la jungla.
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