(Publicado en prensa)
Según una encuesta del CIS, el
90,4 de los españoles está harto de la crispación política. Cabe suponer que el
9,6 restante tiene la suerte de pertenecer a la clase política, que, lejos de
estar harta de su crispación interna, parece adicta a los mecanismos de
distorsión de la realidad mediante el recurso a la disputa enconada y permanente,
cualidad que comparte con las bandas juveniles.
Da
la impresión de que los políticos, desde su invención histórica como tales
políticos, han optado por teatralizar la divergencia desde el registro de la sobreactuación,
partiendo tal vez del principio pintoresco de que el entendimiento con el
adversario sería un síntoma de debilidad ideológica: mientras se pueda llegar a
posiciones irreconciliables, ¿para qué perder el tiempo en conciliar, si al fin
y al cabo lo único que se pierde por el camino es el interés público?
Al
tratarse de una profesión muy antigua, los políticos han ido adquiriendo
algunos resortes peculiares, entre los que se cuenta el de dar por hecho que la
gente considera un acto de civismo democrático el que los políticos se digan
barbaridades entre sí, y que lo hagan desde el extraño convencimiento de que
ese clima de pendencia afianza la afición atávica de la ciudadanía por el pasatiempo
de la discordia. La identificación popular de la actividad política con la
desavenencia continuada entre rivales no sabe uno a quién beneficiará, pero,
visto lo visto, parece ser que a quienes más vociferan, que acaban siendo los
más peligrosos, ya que son quienes mejor saben aprovechar lo que los partidos
supuestamente moderados deberían moderar: la irritación como argumento, la algarabía
como fundamento y la demagogia como estrategia de seducción de masas.
Nadie
es lo suficientemente ingenuo como para aspirar a que la política sea –nunca lo
ha sido- un ejercicio de armonización entre contrarios, pero nadie es tampoco
lo suficientemente pesimista como para resignarse a que los políticos se
comporten como diablos de Tasmania. Deberían comprender, en fin, que no les
pedimos que sean ingeniosos, malévolos o sarcásticos, porque nos conformaríamos
con que fuesen eficientes, decentes y discretos y que, de paso, entendieran que
los gobernados no esperamos de los gobernantes un espectáculo, sino una
gestión. Quizá deberían caer también en la cuenta de que son ellos quienes
copan los informativos, seguidos a corta distancia por el fútbol, de modo que
corren el riesgo de que, a este paso, acabemos viéndolos como títeres de
cachiporra, lo que no deja de ser un destino laboral manifiestamente mejorable.
Pero ellos sabrán.
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