martes, 29 de diciembre de 2020

lunes, 28 de diciembre de 2020

domingo, 27 de diciembre de 2020

EXPECTATIVAS

 (Publicado ayer en prensa)


Vamos acostumbrándonos a que todo sea anómalo y moderadamente absurdo, lo que no quiere decir que lo aceptemos, sino más bien lo contrario: hay una parte de nosotros que se niega a conformarse con esta nueva realidad, que más que nueva es mala y que, más que realidad, tiene mucho de pesadilla.

Las autoridades, tanto políticas como sanitarias, nos piden responsabilidad, y hacemos el propósito de ser responsables, aunque se da el caso de que lo que más nos pide el cuerpo, tras estos meses de rigideces normativas, es un poco de irresponsabilidad, y en eso tenemos más tradición que en lo otro, de modo que a la petición de responsabilidad respondemos con la alegría de quienes en el fondo se sienten invulnerables a la desgracia, hasta que nos toca de cerca, y ahí ya no es que optemos por la responsabilidad, sino por el miedo.

         A estas alturas, raro es quien no conoce a alguien que haya sido afectado por el virus, lo que hace que la pandemia deje de ser una abstracción estadística en nuestra mente para convertirse en nuestro ánimo en una amenaza concreta. Aparte de un historial médico, muchos de esos enfermos disponen también de una pequeña novela de terror: quien se ha pasado meses sedado e intubado en un hospital, quien se ha sentido morir de repente por falta de aire, quien no puede con su cuerpo… Y es que parece ser que estamos ante un virus imaginativo que ofrece un catálogo surtido de síntomas y de consecuencias y que reparte la desgracia con una aparente aleatoriedad, al igual que los Reyes Magos, que a menudo regalan más a su antojo que con arreglo a los deseos de los pequeños.

         No sé. La convención quiere que estas sean fechas de ilusión y de esperanza, pero en este año difícil nada resulta fácil. Nos anuncian, como una gran noticia, que en marzo estará vacunado un 5% de la población, pero resulta que ese 5% es apenas un poco más que nada, de modo que la previsión es que en 2021 sigamos como ahora, aunque sin duda más cansados, más abatidos y con nuestro famoso sentido de la responsabilidad transformado en desesperación, ya que nadie está del todo capacitado para vivir durante demasiado tiempo en la irrealidad, o en una realidad fracturada, o en un mal sueño del que nunca se despierta.

         Se supone, sí, que estamos obligados a ser optimistas, pero resulta que ese optimismo tendrá que verse constatado de manera incierta en el futuro, y lo que ahora echamos de menos es el presente. La esperanza se resigna –qué remedio- al medio y largo plazo, pero, cuando el plazo es indefinido, puede imponerse la desesperanza.

         Aunque aquí seguimos, en fin, a la espera de que el ángel exterminador no derrote al ángel de la guarda. Buena suerte.


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domingo, 13 de diciembre de 2020

sábado, 12 de diciembre de 2020

LA NOVEDAD

 (Publicado hoy en prensa)


Nada es del todo como era, y la esperanza de que las cosas vuelvan a ser como fueron va debilitándose en lo más profundo de nuestro sentir, porque algo allí nos susurra que nuestra antigua realidad era algo mucho más frágil de lo que nos atrevíamos a sospechar incluso en nuestras rachas de pesimismo.

En mayor o menor grado, con más o menos dosis de melancolía, vamos haciéndonos el ánimo al fatalismo de que, durante mucho tiempo, ni las cosas volverán a ser como antes ni nosotros volveremos a ser como fuimos. Estamos en el proceso de una rara metamorfosis individual y colectiva, y a ver qué sale de ahí.

Anhelamos una vacuna, pero al mismo tiempo desconfiamos de la eficacia y seguridad de estas vacunas urgentes que nos ilusionan y nos dan miedo. Y nos ilusionan y nos dan miedo porque ambas emociones son irracionales, como solemos serlo todos cuando nuestras supersticiones prevalecen sobre nuestro conocimiento. De vacunas entienden los que siempre han entendido de vacunas, lo que no quita que cada uno de nosotros se permita entender de lo que no entiende. Al fin y al cabo, llevamos la ciencia infusa y traemos la suspicacia de fábrica. Dudamos de todo, menos de nosotros mismos. Y ahora que tenemos vacunas toca el escepticismo ante la inmunización. Somos así. Somos peculiares.

No falta quien da por hecho que estas vacunas nos volverán loco el organismo y acabaremos convertidos poco menos que en mutantes, hasta el extremo de que nuestros descendientes acabarán con dos o tres narices y con cuatro brazos, en el caso afortunado de que no nazcan con unas cuantas orejas en los pies o con un pie en cada oreja.  Cuestión, en fin, de esperar: ya veremos. Porque se trata de solucionar el presente, no de imaginar futuros fantasiosos.

Nos damos cuenta ahora de que lo que teníamos no era mucho ni era poco, sino que era sencillamente lo nuestro: lo que nos regalaba la vida, que no estaba fundada en experimentar aventuras trepidantes ni en concatenar grandes sorpresas, sino en el disfrute de las pequeñas cosas que nos gustaban, que nos distraían y que conformaban una rutina tal vez muy simple, pero casi imperceptiblemente dichosa: tocar cosas sin miedo, tocarnos sin miedo, hablarnos cara a cara sin miedo y sin distancia...

De una manera o de otra, las circunstancias están obligándonos, muy a nuestro pesar, a reinventarnos a marchas forzadas, para no correr el riesgo de convertirnos en los fantasmas nostálgicos de nosotros mismos.

No puede decirse que se trate de una tarea sencilla, porque uno está medio acostumbrado a convivir con su propio pensamiento, con su historial de vida, con las brumas de su memoria, con sus manías y prejuicios, y de repente hay que aprender a convivir con un extraño en un mundo extraño.

 Ese extraño que se refleja en tu espejo y te pregunta “¿Y ahora qué?”.

martes, 8 de diciembre de 2020

 Lo más extraño de todo es recordar lo que genéricamente llamábamos "la vida" como un algo abstracto: un confiado fluir de gente por las calles, el rumor que salía de los bares como un guirigay festivo, la despreocupación por nuestra corporeidad, sin temor a sus fragilidades...

Y, de pronto, esta sensación de ausencia y de silencio.
Como si lo invisible se hubiera solidificado.

lunes, 7 de diciembre de 2020

sábado, 5 de diciembre de 2020

domingo, 29 de noviembre de 2020

EL ANTES Y EL AHORA

 (Publicado ayer en prensa)


Como no hace falta decir, la vida se nos ha puesto muy rara: nos reconforta más la rememoración nostálgica del pasado que las expectativas ilusionantes del futuro, en parte porque el futuro lo intuimos como un espacio de frustración, de lo que no podrá ser, de lo que nos veremos obligados a renunciar. De momento, el porvenir es menos una incógnita que un vacío.

El presente, por su parte, se nos ha reducido a muy poca cosa: este aluvión de datos estadísticos desalentadores, de noticias que a la vez son buenas y terribles. Esta sucesión de esperanzas que no son incompatibles con la desesperanza. Este agarrarnos, en fin, a cualquier clavo ardiendo.

Las circunstancias nos han vuelto elegíacos a la fuerza, hasta el punto de que las insignificancias antaño cotidianas –la barra de un bar, un abrazo, un brindis- se nos han magnificado en la memoria hasta alcanzar la categoría de acontecimientos históricos: qué pequeñas eran las pequeñas cosas, pero qué grandes.

            Cada mañana, al despertarnos, disfrutamos de unos segundos de despreocupación, de regreso a la conciencia antigua, como si siguiésemos en la vieja forma de vida, hasta que caemos en la cuenta de que estamos en una realidad tan vehemente que hasta parece una irrealidad brumosa, un sueño cíclico del que no podemos escapar. No sé. Parece que vivimos de prestado, como intrusos en un mundo nuevo que no acabamos de entender del todo. Como exploradores de una jungla en la que hay seres invisibles que pueden matarnos al menor despiste. Salimos a comprar el pan, en fin, como si en las azoteas hubiese francotiradores.

            El científico Ian Lipkin, una especie de Van Helsing de los virus, acaba de echar un jarro de agua fría en la hoguera de nuestro optimismo: “No creo que la vida vuelva a ser del todo normal”, y no hay motivos para suponer que la vida que venga será mejor que la de antes, porque la de antes nos gustaba y la del futuro nos asusta.

            Estamos en una especie de ensayo general de la melancolía.

Ahora, el debate político se centra en la manera menos arriesgada de celebrar las fiestas navideñas. Un debate de altura que, como todo buen debate político, propicia la controversia de raíz ideológica, con sus adecuadas derivaciones sanitarias: unos proponen un máximo de seis comensales, mientras que otros se inclinan por aumentar el número a diez, aunque sin contar con el dictamen del virus, que imagino que tendrá su opinión respecto a qué es multitud y qué no. ¿Quiénes acertarán? Misterio. (El presidente autonómico que acierte debería ser ascendido como poco a emperador.)

A estas alturas, estamos hecho a la idea de que nada volverá a ser como era, incluidos nosotros. Eso sí, y menos es nada: ya está encendido, en todo su esplendor municipal, el alumbrado.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

INSTANTÁNEAS DE FRANCISCO BRINES

 (Publicado ayer en El Mundo.)



Recuerdo a Brines en escenarios muy diversos, y en todos ellos lo recuerdo idéntico a sí mismo: un insobornable entusiasta de los dones del mundo. Es decir, un melancólico.

            Recuerdo a Brines, no sé, en un Madrid de bares tardíos, con su mundanidad de veterano explorador de la noche. En Nueva York, paseando por la Quinta Avenida, espectral y solitaria, a 15º bajo cero, de madrugada, intentando localizar una zapatería para comprarse a primera hora unos zapatos cómodos, tras recorrer durante toda la tarde esa especie de librería alejandrina que había en el Bronx y cuyo fondo, por esas vueltas que dan el mundo y los libros, está hoy en Sevilla.

            Lo recuerdo en Murcia, donde los oyentes de sus lecturas poéticas lo aclamaban igual que a un torero victorioso, en aquellos congresos babélicos que organizaba José María Álvarez, el general Lee de toda aquella tropa.

            O en Valencia, su tierra, en las noches confusas de esos veranos de irrealidad shakespeariana llenos de duendes  y de hadas suburbiales que bailaban sin parar tras ingerir el filtro mágico de los licores y de las drogas de diseño.

            O en Lisboa, sonriente él ante el fragor sabatino de aquella juventud que se encaminaba, altiva y perfumada de sí misma, a las discotecas.

            O en Sevilla, a la salida de la Maestranza, con Juan Luis Panero y Carlos Marzal, hablando con fervor retrospectivo de Pepe Luis Vázquez.

       El secreto de la poesía pasa de mano en mano, de generación en generación, igual que un fuego invisible: la superviviente eterna de las voces apocalípticas que anuncian con alarma cíclica su extinción. Pero cayó la Roma imperial y ahí sigue Virgilio. Mueren los emperadores del Japón y los livianos y antiguos haikús siguen conmoviéndonos.

       Brines es el maestro conversador, en fin, al que le gusta compartir el secreto callado de la poesía y el secreto a voces de la vida, y lo hace con esa magnanimidad que sólo pueden permitirse los verdaderos dueños de ese tesoro de misterio y de pasado que se esconde detrás de unas sílabas contadas.


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domingo, 15 de noviembre de 2020

LA CONSPIRACIÓN

 


Según nos alientan quienes saben de eso, la economía se recuperará en cuanto pasemos de estar controlados por el virus a controlar nosotros el virus, al menos en la medida en que se deje controlar, que me temo que ya nunca será del todo.

De lo que no puede estar uno seguro es de que, una vez recuperada la economía, recuperemos también nuestros equilibrios emocionales, nuestro sentido de la sociabilidad o incluso nuestros antiguos temores, que ahora han sido sustituidos por un único temor global.

Aunque, bien pensado, no hay nada que alcance a ser global: ahí tenemos, por ejemplo, a los alegres negacionistas de la pandemia, esas mentes iluminadas por un dios desconocido que dan por hecho que todo esto es un montaje para inocularnos un chip con el pretexto de vacunarnos de un virus imaginario.

El proceso psicológico es sin duda muy complejo, quizá porque la mente de un conspiranoico es más compleja que una mente estándar: el conspiranoico ve cosas que los demás no vemos, cabe suponer que en parte porque se trata de cosas inexistentes, aunque quién sabe: de un mundo controlado por Bill Gates, por los masones y por los illuminati puede uno esperarse cualquier cosa. Incluso que la Tierra sea, en efecto, plana y que su presunta redondez sea un invento de los fabricantes de globos terráqueos para hacer caja a costa de la ingenuidad geológica de la gente.

Ya nada puede sorprendernos, en fin. Ya nada. Hasta el punto de que piensa uno que la actitud más sensata en estos momentos de incertidumbre consiste en convertirse en un conspiranoico profesional: convencerse cuanto antes de que a Trump le han robado las elecciones los globalistas, dar por hecho que el uso de mascarilla destruye nuestro sistema inmunológico, sostener que los virus no existen y que los pocos que puedan existir son engendros de laboratorio, llegar a la conclusión de que nuestro gobierno actual aspira a imponer una dictadura socialcomunista y proclamar que los chemtrails son fumigaciones de metales pesados para hacernos estériles y así acabar de una vez por todas con la Humanidad casi en pleno, una vez que se llegue a la conclusión científica de que lo que pretenden los oligarcas disfrazados de filántropos es el exterminio masivo de la población.

Convertirse en un conspiranoico, en definitiva, sólo reporta ventajas: puedes negar de forma categórica lo que diga un virólogo sobre los virus, lo que diga un epidemiólogo sobre las epidemias y lo que diga un inmunólogo sobre las vacunas.

El único inconveniente es que esa forma de sabiduría tiene muy restringido en nuestros días su ámbito de difusión: la barra de los bares.

Pero, sea como sea, ya saben ustedes: la clave básica está en el chip.

Empecemos por eso.

martes, 10 de noviembre de 2020

NUEVA NOVELA



Llegará a librerías -cruzo los dedos- en la primera semana de diciembre.

La editorial ha dispuesto un sistema de preventa, con descuento del 5%, envío gratuito y opción de recibir el ejemplar dedicado.

En este enlacehttps://www.editorialrenacimiento.com/los-cuatro-vientos/2446-la-conspiracion-de-los-conspiranoicos.html?fbclid=IwAR3sAQFiJIBhSuETWy43Co07PpW3ezZhjWV-RDGQKvlPcjKJlGPf9abxNjs

lunes, 2 de noviembre de 2020

Vuelvo a ver El jeque blanco (1952), la primera película de Fellini como único director, tras Luces de variedades, que codirigió con Lattuada.

Y allí está ya todo el mundo felliniano, sin los excesos fellinianos que luego sobrepasaron en ocasiones al propio Fellini.

Fascinante ese superposición de la realidad vulgar y de los mundos de la fantasía.

Tan divertida como maliciosa.
Y un Alberto Sordi soberbio.


Un rato, en fin, de felicidad.

domingo, 1 de noviembre de 2020

EQUIDISTANDO

 

Quien opta por la militancia política disfruta de una gran ventaja: la de poder permitirse no sólo la comodidad del acatamiento de los dogmas laicos que seductoramente le propongan o que amablemente le impongan, sino incluso la comodidad de asumir las consignas propagandísticas –así tengan la misma carga metafísica que un anuncio televisivo- que ideen los responsables de propaganda del partido que figure en su carnet.

No deja de ser una suerte que alguien piense por ti, pues de ese modo te evitas, como poco, la tarea de tener que calentarte la cabeza para a menudo no llegar a ninguna conclusión ideológica que merezca ese nombre, por esa tendencia que tiene el ser humano a adentrarse en callejones sin salida: te pones a discurrir sobre un asunto y lo único que consigues es liarte. De ahí quizá nuestra aversión a meternos en jaleos de pensamiento. Siempre será más confortable adscribirte a una idea ajena y genérica, en fin, que tener que construir una propia. No hay color.

         En nuestros días, esa especie de pensadores vicarios han puesto en circulación, como achaque moral, si no como insulto, el concepto de “equidistancia”, que según la RAE es algo tan inocente como la “igualdad de distancia entre varios puntos u objetos”.

Si opinas, no sé, que el Gobierno ha gestionado de forma un tanto desastrosa los aspectos sanitarios de esta pandemia y que ha gestionado más o menos bien las urgencias sociales derivadas de ella, eres equidistante, en el caso de que no seas un reaccionario. Si dices que la presidenta de Madrid se comporta poco más o menos como los independentistas catalanes cuando están en una fase patriótica aguda, eres equidistante, en el caso de que no acabes siendo socialcomunista. Etcétera.

         A poco que no te alinees de manera incondicional con un bando, te cae encima, en fin, una equidistancia.

         La simplificación del pensamiento está muy bien, ya digo, sobre todo si lo que procuras es que el pensamiento no te cause molestias. Ya quisiera uno tener un fervor político sin fisuras, sobre todo en un país en que los fervores políticos promueven casi el mismo grado de emocionalidad que dispensamos a nuestro equipo de fútbol predilecto. (Y digo “casi” porque la gente suele ser más indulgente con su partido político cuando desatina que con su equipo de fútbol cuando pierde, ya que, ante una derrota deportiva, la gente tiende a maldecir lo que más ama en este mundo, que suele ser el equipo de fútbol en cuestión.)

         Conviene equidistarse de la equidistancia, en definitiva, si no quieres ser tachado de equidistante, insulto que lo mismo pueden aplicarte desde el bando que se siente equidistado que desde el bando pendiente de equidistar, o lo que sea.

De modo que un consejo humanitario: alinéese. Cuanto antes mejor.


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domingo, 18 de octubre de 2020

EL DEBATE VÍRICO

 

Uno no sabe ya si la política va en consonancia con la realidad, si la realidad le marca el ritmo a la política o viceversa, si cada cosa va a su aire o si ambas van de la mano hacia ningún sitio. 

                  Ese es el enigma, en principio irresoluble.

            En medio de una pandemia, se supone que el problema principal es la pandemia en sí, no las controversias políticas derivadas de la gestión de la pandemia, pero enseguida nos vemos obligados a rectificar esa suposición candorosa: nuestros representantes electos parecen haber decidido que esta calamidad colectiva pase a un segundo plano y se convierta en un entretenido pretexto para la disputa partidista, que de siempre ha sido el mejor modo de solucionar las consecuencias de un desastre, por la misma razón por la que la manera más sensata de combatir un terremoto consiste en ponerte a discutir con tu vecino por los ladridos de su perro mientras el techo se os derrumba en la cabeza.

            El ambiente parlamentario está alcanzado en estos meses un tono agrio de taberna que no sabe nadie a quién beneficia, pues la irrespetuosidad recíproca suele llevar consigo una falta de respeto a uno mismo, y esa falta de respeto propio suele propiciar, a su vez, el que la gente pierda el respeto a quien ni siquiera se toma la molestia de respetarse. Cuando el debate se convierte en una competición de escupitajos retóricos, lo normal es que se produzca una paradoja: que quien gana pierde.

            Aislada en una extraña burbuja psicológica, la clase política parece no entender que, en tiempos de crispación y desánimo social, lo que menos necesita una sociedad es una dosis extra de crispación y de desánimo. Si a eso sumamos el que la pandemia se ha convertido en una controvertida guerra de cifras y de orgullos autonómicos, en vez de plantearse como una campaña sanitaria consensuada, resulta que todo acaba teniendo la condición desconcertante de una batalla imaginaria contra un enemigo real.

            ¿Qué no han entendido ellos o qué no estamos entendiendo nosotros?

            Empieza a llegar uno a la conclusión melancólica de que los políticos sirven para lo que sirven, y suelen servir sobre todo para ser políticos, pero que resultan inoperantes cuando deben enfrentarse a la resolución de un problema ajeno a sus patrones rutinarios de gestión.

            Con esto del virus están luciéndose, hasta el punto de que ni siquiera renuncian a las artes propias de los ilusionistas: convertir una enfermedad en un factor ideológico.

      Andan ahora en eso, en esa atribución recíproca de culpabilidades, de agravios y de reproches. A este paso, raro será que no acaben convenciéndonos de que el virus tiene el carnet de militante de algún partido político, que siempre será el de los otros.

               Ellos sabrán, porque nosotros no.


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domingo, 4 de octubre de 2020

DISYUNTIVAS

 (Publicado ayer en prensa)


A pesar de que resultaba previsible, durante estos últimos meses hemos mantenido la ilusión de que no fuera posible. Pero lo ha sido: a estas alturas, la pandemia no es ya un problema sanitario excepcional, sino un conflicto político rutinario. Lo consiguieron. Fieles a sí mismos, así sea a costa de ser infieles a la realidad, lo han logrado. Ya. Al fin.

Nadie esperaba menos, pero, por una vez confiábamos, como decía, en que el sentido común y el sentido de la responsabilidad se impusieran a la irresponsabilidad y al sinsentido.

No ha podido ser.

         Los diversos gobernantes de nuestro país biodiverso procuran establecer unas normas –algunas de ellas contradictorias, cuando no absurdas- para combatir la expansión del virus, y casi todo el mundo las acata desde la concienciación o al menos desde el fatalismo, pero la clase política se muestra rebelde a imponerse a ella misma cualquier norma: casi no hay presidente autonómico que renuncie al derecho al pensamiento autónomo, hasta el punto de que, en estos momentos, el gobierno central parece la oficina de reclamaciones de unos grandes almacenes: un negociado al que se acude para tramitar quejas y para amenazarlo con acciones legales por la insatisfacción ante su política de atención al cliente.

Es justo lo que necesitamos en medio de esta calamidad: que la política siga siendo un juego de niños caprichosos que se niegan a prestar sus juguetes y a defender su parcela en el parque infantil.

         La decepción, a pesar de todo, es relativa: de sobra tenemos comprobado que la mente de un político no se rige por los parámetros por el que se guía la mentalidad común. Si un bloque de viviendas está a punto de derrumbarse, resultaría extraño que un vecino se negase a apuntalarlo o a desalojarlo, pero si un país está a punto de derrumbarse, resulta lógico y normal que algunos de los responsables de mantenerlo en pie se dediquen a ponerle una carga de dinamita en los pilares.

         Asistimos a la polarización ideológica de un asunto que exige una concertación logística. Suponer por ejemplo que la aplicación de unas medidas sanitarias va a destruir la economía supone a su vez no haber entendido la mitad del problema, y eso que no pasa de ser un problema de los de fácil entendimiento: no se trata de destruir la economía con el pretexto de salvar vidas, sino de salvar vidas con el menor perjuicio posible para una economía en riesgo de colapso. Lo extravagante es pensar que, mientras la población soporta o padece daños de envergadura, la economía puede quedar incólume, como si la economía fuese un ente abstracto e independiente de la actividad humana.

         Aparte de eso, una curiosidad: ¿de qué hablan exactamente algunos cuando hablan de economía?


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viernes, 25 de septiembre de 2020

TOCAR FONDO EN LOS BAJOS FONDOS

 


En 1956, Lionel Rogosin dirigió esta docuficción sobre la vida de los menesterosos alcoholizados que pululaban por el entorno neoyorquino de la calle Bowery.

Tiene mucho de pesadilla dantesca: el círculo infernal de los borrachos que sólo piensan en cómo poder emborracharse día tras día.

Estremecedor y artísticamente impecable, sin recurrir en ningún momento al tremendismo que le resultaba más que propicio.

(En realidad, la aplicación de una simple cámara objetiva a ese cuadro humano resultaría lo suficientemente tremenda por sí misma.)

En Filmin.

domingo, 20 de septiembre de 2020

BOLAS DE CRISTAL

 (Publicado ayer en prensa)



Dadas las circunstancias, recurrir a la hemeroteca resultaría un ejercicio de crueldad.

Allí nos encontraríamos al presidente del Gobierno, a primeros de julio, dando por vencida a la pandemia, animando a la gente a salir, a reactivar la economía y a disfrutar de la nueva normalidad. (Como dato curioso, ese mismo día 200.000 catalanes se vieron obligados a reconfinarse a causa de los rebrotes.)

Allí nos encontraríamos al ministro de Sanidad, a finales de enero, asegurando que, a pesar de que el riesgo de pandemia era moderado, nuestro sistema sanitario estaba preparado para afrontar cualquier eventualidad. (Al poco, el sistema sanitario se colapsó. En estos días, estamos advertidos del riesgo de un segundo colapso.)

Allí nos encontraríamos, a mediados de febrero, al director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias ofreciendo tranquilidad: “En España no hay coronavirus. No existe riesgo de infectarse”, de lo cual concluía que el miedo estaba “un poco fuera de lo razonable”. (Y no tuvimos miedo, porque tenerlo suponía una irracionalidad.)

Allí nos encontraríamos a la presidenta balear reclamando la habilitación de un “corredor turístico seguro”. (Baleares ronda hoy los 12.000 casos confirmados y casi 300 muertos.)

Allí nos encontraríamos al presidente de la Junta de Andalucía acusando al Gobierno central de castigar, por revanchismo político y no por criterios médicos, a las provincias de Málaga y de Granada, que no pasaron a la fase 3 a la par que las otras. (Málaga sigue siendo la provincia andaluza con mayor incidencia de casos.)

La presidenta de la Comunidad de Madrid tardó poco en levantar un hospital de campaña y poco también en desmantelarlo, aunque tardó mucho en obligar al uso de la mascarilla, como señal tal vez de su decidida política de bandazos pintorescos.

La portavoz del Govern aseguró que, en una Cataluña independiente, no hubiese habido tantos muertos ni tantos contagiados.

Etcétera.

            Allí, en la hemeroteca, en definitiva, nos encontraríamos con muchas curiosidades que nos harían sonreír si no nos hicieran temblar: estamos en manos de los dueños de esas bolas de cristal defectuosas.

            Hemos pasado del estupor al caos, del caos a la gestión caótica, de la gestión caótica al triunfalismo, del triunfalismo a la irresponsabilidad, de la irresponsabilidad al desastre y desde allí hemos vuelto al punto de partida, del que en realidad nunca nos habíamos movido, más allá de ese cronograma infantil de las fases, de las desescaladas y de la nueva normalidad.

            En medio de todo esto, la vida, tal como la conocíamos, sigue, en fin, en paradero desconocido y todo apunta a que tardará en volver. Si es que vuelve.


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domingo, 30 de agosto de 2020

LOS CRITERIOS


(Publicado ayer en prensa)


A lo largo de la Historia conocida, la clase política mundial ha demostrado estar de sobra preparada para conducirnos al paraíso en la Tierra mediante estrategias encaminadas a la consecución de todos los equilibrios socioeconómicos habidos y por haber, al menos en un plano teórico, pero, como contrapartida, no sabe qué hacer ahora frente a un virus inoportuno.

No es lo mismo diseñar un plan hidrográfico, por ejemplo, que fiscalizar el comportamiento de un agente infeccioso microscópico acelular. Son cosas diferentes.

            La experiencia nos indica que gran parte de la gestión política tiene menos que ver con una gestión propiamente dicha que con la exposición retórica de unos futuribles, hasta el punto de que los políticos no sólo alardean de lo conseguido, sino también de lo que prometen conseguir, aunque luego el curso de la realidad frustre sus expectativas, lo que tampoco tiene demasiada importancia: en el sistema de valores de la política vale tanto lo llevado a cabo como lo llevado a ninguna parte. La intención es lo que cuenta: si prometes, qué sé yo, el desdoble de una carretera y el proyecto se queda en un desbroce de las cunetas, la responsabilidad no es de nadie, o en cualquier caso lo sería de la carretera en sí, que se resiste a ser desdoblada por sus malentendidos con los presupuestos, o por lo que sea, que eso suele ser imprevisible.

            Con estos trastornos que nos ha traído el virus, estamos asistiendo a decisiones políticas que resultarían cómicas si de fondo no hubiese una realidad trágica. En un principio, por ejemplo, los gobiernos autonómicos reclamaban una mayor autoridad para la gestión de la pandemia, convencidos tal vez de que el virus requería un tratamiento distinto en según qué territorios más o menos diferenciales y más o menos históricos. Y así hasta que el gobierno central decidió transferirles la patata caliente de esa autoridad, con un resultado inmejorable: ahora los gobernantes autonómicos no saben qué hacer con esa autoridad transferida, en parte porque la única autoridad indiscutible que existe en estos momentos no es otra que la del virus.

            Aquí se confino a un país entero con criterios capitalinos: comoquiera que en algunas grandes ciudades la gente moría en tropel, la solución era enclaustrar a los 400 habitantes de la localidad gaditana de Benamahoma, por ejemplo, y cerrar a cal y canto la taberna de la aldea extremeña de Trevejo, lugar de reunión de sus 16 vecinos. El centralismo pandémico, como quien dice.

            Luego vino la llamada al turismo seguro, aunque no se especificase para quién era seguro. El resultado está en los gráficos estadísticos.

            Ahora vamos por la fase eufemística: segunda ola no, sino rebrotes controlados. 

            Pues muy bien.

jueves, 27 de agosto de 2020

LA MORALIDAD A MEDIAS Y LA HIPOCRESÍA AL MÁXIMO



El British Museum ha retirado el busto de sir Hans Sloane, cuya colección de arte sirvió de base para la fundación de dicho museo.¿El motivo? Que el tal Sloane se enriqueció gracias a una mano de obra esclavizada en una plantación de azúcar que poseía en Jamaica.
Eso está muy bien, por supuesto, y al sótano lóbrego con Sloane, pero no pasa de ser un gesto de hipocresía retrohistórica si no se ve acompañado de gestos menos simbólicos -y de paso menos... "demagógicos".
Por ejemplo, devolver a Grecia y a Egipto las obras de arte que se exhiben allí gracias al saqueo, al robo y al expolio, empezando por las piezas del Partenón vendidas al gobierno británico en el siglo XIX por el espabilado embajador lord Elgin.
Y, ya puestos, mandar a Jamaica, como compensación póstuma, todas las obras de arte que el tal Sloane compró gracias a los esclavos de allá.
Pero eso ya no.
Se retira el busto y la conciencia nacional queda limpia y redimida ante el mundo civilizado.
La moral también tiene, en fin, aparte de sus consabidas hipocresías, sus cursilerías.

domingo, 23 de agosto de 2020

LO QUE HAY


(Publicado ayer en prensa)

A estas alturas, raro es quien no tiene una solución expeditiva para acabar con esta pandemia. Todos sabemos lo que habría que hacer, que suele ser justo lo contrario de lo que hacen los responsables de tomar decisiones al respecto. Todos padecemos, en fin, el síndrome de Casandra, esa maldición mitológica según la cual nuestras advertencias alarmistas están condenadas a no ser tomadas en consideración por nuestros semejantes.

         Si me permiten el descenso a lo personal, a mediados de mayo conjeturé, en un medio público, que en la primera quincena de agosto asistiríamos a una expansión masiva y descontrolada de los contagios.

No es que sea uno adivino ni nada similar: para ese pronóstico bastaba con sumar 2 y 2, como quien dice. Por desgracia, el curso de los acontecimientos me ha dado la razón, lo que no quiere decir que haya acertado: simplemente aventuré lo obvio, que es algo diferente del acierto.

         A pesar del empeño de nuestras autoridades por fomentar una ficción de calma, así se trate de una calma en vilo, las cosas van muy mal y es posible que vayan a peor, dado que el concepto de “nueva normalidad” se ha revelado como una absoluta falta de normalidad, tanto de la antigua como de la nueva, por no decir que se nos presenta como una anormalidad sucesiva, sujeta no al patrón que marquemos artificiosamente al curso de la pandemia, sino al patrón que la pandemia nos marque.

         Estamos a expensas, en definitiva, de lo que el virus decida hacer con nosotros, no a lo que decidamos hacer con respecto al virus. Esa es la cadena de mando, por más que nos hagamos la ilusión de ejercer un control tanto político como sanitario sobre algo que, al menos de momento, no admite control alguno.

         Estamos en la carrera acelerada por la vacuna, convertida en una especie de competición de los orgullos patrióticos más que en una experimentación estrictamente científica. Con todo, habrá que pararse a pensar en que, una vez aprobada para su uso, quedará por delante otra cuestión: el acceso a esa vacuna, que por fuerza habrá de ser menos universal que selectivo.

         En este complicado pandemonio, ni siquiera los negacionistas de la pandemia parecen estar felices. En una reciente concentración celebrada en Madrid, muchos de ellos coreaban: “Queremos ser normales, no subnormales”, lo que no deja de ser una reivindicación muy justa: sólo pedían ser normales, no lo que demostraban ser.

         El horizonte otoñal se nos presenta menos incierto que inquietante, porque la incertidumbre no está lejos de la certidumbre: todo apunta a que la pandemia volverá a la casilla de salida.

         En cuanto a la vuelta a las aulas, por ejemplo, milagro será que no acabe siendo una vuelta inmediata a casa, a menos que el optimismo nos haga suponer que el virus se someterá obedientemente a la disciplina escolar durante diez meses.

         Pero ojalá Casandra se equivoque.

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domingo, 16 de agosto de 2020

LAS DOS CORONAS

(Publicado ayer en prensa)



En este siglo XXI, cualquier institución monárquica tiene un problema primario: mantener su credibilidad -desde su anacronismo intrínseco- como tal institución. Es decir, procurar que una sociedad que se ha habituado a regirse por mecanismos democráticos -ya sea para constituir el Congreso o para llegar a un acuerdo en una reunión de vecinos- admita la legitimidad de la sucesión dinástica como el sustento constitucional de la jefatura del Estado.

Hasta ahora, ese pacto ficcional se ha mantenido en España tanto por el apoyo activo de los monárquicos como por la renuncia pasiva de los republicanos. En los tiempos de la Transición, se convino aceptar la fórmula de la monarquía parlamentaria como una especie de elemento de permanencia frente a la volubilidad gubernamental, desde la convicción de que un país que salía de una larga dictadura necesitaba un referente de estabilidad frente a los vaivenes electorales.

         La fórmula tuvo éxito, hasta el punto de que el cuestionamiento de la monarquía se ha convertido en tabú incluso para partidos de base republicana como el PSOE. Hoy por hoy, algunos han roto ese tabú, y lo han hecho en un momento que es el más adecuado y a la vez el más inadecuado de todos los posibles. Es el momento adecuado porque las sospechas de enriquecimiento anómalo que recaen sobre el rey emérito traspasan la suposición para invadir el terreno de la evidencia, lo que fragiliza la institución monárquica hasta extremos potencialmente destructivos e irredimibles, y es el más inadecuado porque el  país se enfrenta a una crisis socioeconómica severa a la que no parece conveniente sumar una crisis de simbología, ya que los símbolos, por raro que parezca, tienen efectos políticos más poderosos que los que cabría atribuir a una sugestión colectiva como lo es, a fin de cuentas, el acatamiento de que la figura del jefe del Estado no esté sujeta a la decisión popular, sino a los azares hereditarios.

         A falta de las conclusiones a que llegue la administración de justicia –sin duda más por vía suiza que española-, la figura del rey emérito se nos presenta de momento bipolarizada: una especie de Jekyll y Hyde. Hay quien ensalza sus méritos tanto políticos como diplomáticos durante su reinado, aunque queda la duda de que una figura de esencia simbólica pueda permitirse la dualidad: un símbolo puede ser ambivalente, pero no debe ser contradictorio. Aparte de eso, la moral no es fraccionable.

         Felipe VI no sólo ha heredado una corona de oro, sino también una corona de espinas. Si no logra deshacerse de la segunda, es posible que, tarde o temprano, se vea obligado a renunciar a la otra.

Pero ninguna de las dos opciones depende de él: un símbolo soporta cualquier cosa, salvo la realidad.


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domingo, 9 de agosto de 2020

LO PERDIDO


(Publicado ayer en prensa)


Muchas de las cosas que considerábamos insignificantes las añoramos ahora como muy significativas. Por ejemplo, entrar en un bar sin que nos espantase que encima del mostrador hubiese alimentos expuestos a todos los aerosoles víricos o bacterianos que nos diese por soltar cuando estornudábamos o cuando discutíamos con el vecino de barra -cada cual desde su enfoque ideológico- sobre las medidas más eficaces para el arreglo instantáneo de los problemas del país, por esa cualidad mágica que tienen los bares de transformarse en una versión alcoholizada del Congreso de los Diputados.

            Echamos de menos salir a la calle no para respirar aire puro, porque eso no es patrimonio universal, pero sí al menos para respirar algo que no fuesen nuestras propias toxinas. Recordamos con nostalgia los encuentros distendidos con  esos familiares y amigos a los que ahora vemos como amenazas potenciales para nuestra salud. Rememoramos aquellos paseos por la playa sin mascarilla, porque una persona en bañador o en bikini se convierte en una estampa surreal si va enmascarada, e incluso sugiere algún tipo de fetichismo, aunque agradecemos a nuestras autoridades que no hayan impuesto el uso de escafandra.

            Echamos de menos muchas cosas, en fin, pero en especial nos echamos de menos a nosotros mismos, convertidos ahora en personas hurañas y asustadizas, en seres emocionalmente fragilizados por un ente invisible, cuando no en sociópatas.

            Al principio de esto, optamos por la versión dulcificada del ser humano: la solidaridad, la empatía, la conmiseración por los enfermos, los aplausos. A estas alturas, vamos ya por el individualismo, por la desconfianza y por el sálvese quien pueda, hasta el punto de que vemos a alguien sin mascarilla y se nos despierta un odio irracional, en tanto que los negacionistas de la mascarilla nos ven como borregos amaestrados que asumen el ponerse un bozal como gesto de sumisión. Tampoco podía esperarse mucho más de nosotros.

            Nos preguntábamos qué aprenderíamos de esta lección severa, y los más optimistas preconizaban un cambio de mentalidad, por supuesto para bien. Sí, cómo no: siempre perfeccionándonos.

            Estamos a principios de agosto y Aranda de Duero (32.000 habitantes) ha tenido que volver al confinamiento. Y ya se sabe: a factores idénticos, consecuencias extrapolables.

            Tiene uno la impresión de que, a pesar de los malos datos sanitarios, estamos dándonos una tregua artificial, a la espera de septiembre, en que nos aguardan experimentos inquietantes: por ejemplo, la vuelta masiva al trabajo y a las aulas, al transporte público y a los grandes focos de contagio de los que muchos han podido huir gracias a las vacaciones.

Y a ver por dónde rompe la sorpresa.


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viernes, 7 de agosto de 2020

EL COLAPSO


Si alguien piensa que estamos en un mal escenario global, puede consolarse viendo esta serie francesa: todo puede ser mucho peor de lo que es.


¿De qué va?

A consecuencia de una catástrofe que no se explicita, nuestro sistema social se descalabra y se impone, por encima de todo lo demás, el instinto individual de supervivencia.

¿Ciencia ficción? Potencialmente premonitoria, más bien. 

¿Terror distópico? Puede ser, pero el factor terrorífico no es un monstruo, un asesino en serie ni un virus, sino el ser humano normal y corriente.

8 episodios de trama independiente y de poco más de 20 minutos.
Tan buena como angustiosa.

Muy recomendable, aunque no me atrevo a recomendarla: con lo que tenemos encima vamos sobrados.

No obstante...

jueves, 30 de julio de 2020

La Junta de Andalucía ha tomado medidas drásticas para impedir rebrotes: las discotecas, en vez de cerrar a las 7 de la mañana, tendrán que hacerlo a las 5, ya que se supone que está científicamente demostrado que el virus suele levantarse a eso de las 5 y cuarto.

domingo, 26 de julio de 2020

LO UNO Y LO OTRO


(Publicado ayer en prensa)

A estas alturas, tenemos la sensación de habernos convertido en actores del teatro del absurdo, tras pasar por situaciones que han puesto a prueba no solo nuestra responsabilidad colectiva, sino también nuestra credulidad individual.

Nos hemos visto encerrados, por decreto, en nuestra casa, de la que podíamos salir para comprar tabaco, pero no para comprar utensilios para repintar el salón y así distraer el ocio y la angustia. Podíamos ir al supermercado a comprar garbanzos o ginebra, pero no a la zapatería a comprar unas babuchas que nos hicieran más confortable el confinamiento. Podíamos ir al hospital pero más cuenta nos traía el no ir. Podíamos hacer cola en la frutería o en la panadería, pero no podíamos pisar la playa.  

Se trataba de aceptar, en definitiva, la gestión caótica del caos. La alternativa consistía en no gestionarlo ni bien ni mal, como decidieron en un principio mentes de lucidez tan acreditada como las de Trump, Johnson o Bolsonaro.

Todo era un poco incoherente, sin duda, pero decidimos darlo por necesario, y eso me parece modélico y plausible. ¿Obedecimos por responsabilidad? ¿Por miedo? Lo mismo da una cosa que otra: hubo que asumir la evidencia de una catástrofe para evitar una catástrofe mayor. Al fin y al cabo, lo que hasta hace nada considerábamos un patrón de vida normal tampoco es que fuese demasiado normal, y esta nueva normalidad es tan anormal, en esencia, como la antigua. Simplemente hemos cambiado de parámetros sociales mediante el cambio forzoso de nuestros parámetros mentales: antes de esto, el peligro estaba en que nos picase el mosquito del dengue o en que nos mordiera una víbora si andábamos de turismo por la Amazonia; ahora, el peligro puede estar en que un familiar te bese o en que un amigo te estreche la mano.

De repente, todos hemos ido a parar, en fin, a la categoría de los hipocondríacos.

Bueno, todos no… En los mundos alternativos de la conspiranoia, donde la realidad se convierte en una fantasía oscura, se ha optado por negar la existencia del virus, lo que en principio debería ser una fuente de tranquilidad para ellos, pero el caso es que los conspiranoicos han entrado en pánico: están convencidos de que la presunta pandemia no es más que una maniobra camuflada para exterminar a buena parte de la población mundial, al dictado de Gates y de Soros, que serían en realidad unos genocidas disfrazados de filántropos.

Se ve, en definitiva, que nadie puede ser del todo feliz en tiempos de desventura global.
Tampoco puede ser feliz el PP con el fondo europeo de ayudas, pues lo que puede ser beneficioso para los españoles puede no serlo para su España, según parece. De ahí el que opte por convertir una buena noticia en una noticia pésima, gracias al mismo procedimiento psicológico por el que otros deciden que lo peor que puede ocurrirnos es que se encuentre una vacuna para una enfermedad.

Ante situaciones absurdas, tendemos a volvernos absurdos. 

Ahora la mascarilla es obligatoria y la discoteca opcional, por ejemplo. 

Y ahí vamos.


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domingo, 12 de julio de 2020

EL VICEPRESIDENTE


(Publicado ayer en prensa)

Quienes no miran con simpatía al Gobierno central tienen un consuelo: es posible que a quien menos le guste el Gobierno actual sea al actual presidente del Gobierno.

Es posible que tampoco le guste al vicepresidente segundo, pero también es posible que le entusiasme. Incluso ambas cosas a la vez, dada la comodidad estratégica de su cargo: para él, el mérito de las medidas sociales implantadas a raíz de la pandemia; para el presidente, la ruina social que ha traído la pandemia, por ejemplo. Esa armonía disfuncional. Si el vicepresidente no ha guardado lealtad a los suyos cuando no le han brindado mansedumbre, resultaría demasiado optimista suponer que vaya a guardársela a quien es menos su socio de coalición que el enemigo que le impide sacudirse el prefijo “vice”.

Para un yo muy pronunciado, la necesidad de un “nosotros” viene a ser al fin y al cabo una humillación jerárquica, y eso vale tanto para el presidente como para el vicepresidente, que se han coligado por la misma razón por la que lo hicieron la rana y el escorpión de la fábula, aunque esperemos que con un desenlace menos dramático.

         El vicepresidente sabe tensarle la cuerda al presidente, a quien da trato de rehén, cuando no de subalterno: un día se arroga la autoría ideológica del salario mínimo vital y otro día propone un pacto entre UP, EH Bildu y PSE para la formación de un gobierno vasco. Es la ventaja de estar donde se está y a la vez la ventaja de no estar del todo donde se está.

         El vicepresidente es uno de los políticos del momento que peor soportan un viaje a la hemeroteca, lo que no es decir poco. En el pasado, confesó que su ilusión consistía en ser un presentador televisivo, y lo fue, y sigue siéndolo, aunque con otro formato: ya no actúa para entretener a los espectadores, sino para hechizar a los electores, y no lo hace desde un plató, sino desde el consejo de ministros. La diferencia es poca y mucha a la vez, aunque el actor sigue inalterable: alguien que disfruta de una especie de teatralidad bipolar, pues lo mismo nos habla en registro de perdonavidas, enseñando el colmillo, que adopta un tono melifluo de misionero franciscano. ¿Cuál de los dos roles le sale mejor? Quién sabe, aunque en el de perdonavidas transmite autenticidad, mientras que en el de misionero franciscano levanta sospechas no sólo de impostura, sino también de sobreactuación.

         Ahora anda en esa extraña intriga de la tarjeta robada, que ha introducido en la política nacional los trepidantes enredos postadolescentes en torno a la telefonía móvil, al parecer con las cloacas del Estado de por medio, aunque con menos aire de Le Carré que de Mortadelo y Filemón.

         Y una aclaración tal vez superflua o quizá no del todo: se puede recelar de un vicepresidente de izquierdas sin ser de derechas. Lo digo por si acaso.


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