Si bien se mira, y si aplicamos a
la situación una lógica simple, el hecho de que tengamos un gobierno en
funciones implica que vivimos en una anarquía en funciones, lo que como
experimento no está mal: ¿qué tal una temporada en situación de desgobernados,
privados del control gubernamental sobre nuestros desmanes colectivos,
despojados del privilegio de ser regidos por las decisiones filantrópicas de
nuestros ministros, secretarios y vicesecretarios de lo que sea e incluso de
los delegados en funciones del gobierno en funciones? Una etapa disfuncional,
por así decirlo. Unas vacaciones populares con respecto al poder, un paréntesis
veraniego de anarquía, como si disfrutásemos de la consecución de una utopía de
raíz rousseana, así sea en Puerto Banús o en un camping, según donde nos aboque
la eterna lucha de clases.
Ahí siguen las
leyes, sí, y si robas una motocicleta acabarás frente a un juez, pero creo que
estarán de acuerdo conmigo en que la separación de poderes no es lo mismo si
falta uno de los poderes, pues la cosa se desequilibra, de modo que el abogado
defensor podría decirle al juez en cuestión: “Mi cliente robó la moto porque el
anarquismo en funciones da por abolida la propiedad privada, de modo que ni
siquiera la robó. ¿De qué se acusa, pues, señoría, a mi defendido?”. Y su
señoría, tras meditar durante unos tres segundos, diría: “Absuelto de todos los
cargos, y puede quedarse con la moto”. Y el absuelto le diría al juez: “Muy
amable, señoría. Y deme las gracias por no confiscarle la toga para disfrazarme
en Halloween”.
Al fin y al
cabo, la ciudadanía está acostumbrada no tanto a regirse por sí sola como a
sobrevivir por sí misma, al margen de los gobernantes de turno, que, en buena
medida, han acabado convirtiéndose en unos iconos tan parlantes como
inoperantes: gente que impone una reforma laboral, pongamos por caso, y gente
que, desde la oposición, se opone a esa reforma laboral, con el pintoresquismo
de que, una vez que los opositores acceden al poder, la reforma se queda como
estaba, irreformable, de lo cual deduce uno que el factor invariable, frente a
la variabilidad de los políticos, es la reforma en sí, no el debate en torno a
la reforma, que no pasaba de ser un blablablá consustancial a la profesión. La
reforma, en suma, como pretexto retórico tanto para reformar como para no
querer reformar, tras debatir con pasión la conveniencia de la reforma: la
parte reformante contra la parte reformante de la reforma, o similar.
Y ahí
seguimos. No sabemos cuánto nos durará esta anarquía en funciones. Y es que
haber dado por hecho que el PSOE y Unidas Podemos pactarían armoniosamente en
nombre del concepto de "izquierda" es como llegar a la conclusión de
que dos personas deben casarse porque a ambas les gusta el pollo al chilindrón.
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