(Publicado el sábado en prensa)
A medida que bajan las
temperaturas sube el precio de la luz, y lo peor no es la subida en sí, que al
fin y al cabo supone una falsa paradoja con respecto a las leyes de la oferta y
la demanda, sino el proceso de índole subfilosófica que genera dicha subida,
porque el caso es que en estos días no hablamos de otra cosa, al menos los
afectados, ya que los dueños de la luz se mantienen prudentemente herméticos
sobre el particular: demasiado tienen con vender luz como para además tener que
ir por el mundo dando explicaciones a los consumidores de su producto. Un
producto que, bien mirado, tiene mucho de misterioso: pagamos por él sin saber
qué estamos pagando en realidad, puesto que la luz, a despecho de su capacidad
para hacer visible lo tenebroso, es un ente invisible, y ahí nos hacemos un pequeño
lío, acostumbrados como estamos a pagar por productos materiales y mensurables
al tacto. Compramos la luz, en fin, como quien compraría por metros la sábana
de un fantasma: sin saber muy bien qué compramos, qué nos venden ni cuánto
vamos a pagar por lo que nos venden.
El
hecho de que la luz viaje desde una central eléctrica remota hasta nuestra casa
tiene mucho de acto mágico. Le das al interruptor y se hace la luz. Vuelves a
darle y el mundo doméstico se invade de oscuridad. Diga lo que diga la OCU, hay que reconocer que ese
truco de ilusionismo no está pagado con nada. Las compañías eléctricas nos
convierten en magos a cambio de unas tarifas que incluyen –aparte del mítico
déficit tarifario- tanto la luz que consumimos como la que no consumimos: si gastas
cero kilowatios, te sale por un dineral; si gastas algún que otro kilowatio,
agárrate. Porque esa es otra: el concepto de kilowatio… Uno sabe en qué
consiste un kilogramo de ternera o de azúcar, pero el hecho de que se aplique la
medida de “kilo” al pobre watio –que se supone que es de condición ingrávida- no
deja de ser otro de los muchos enigmas que rodean a la luz artificial. Alcanza
uno a comprender, gracias sobre todo a Newton, que una lámpara pueda pesar 10 kilogramos, pero
cuesta más esfuerzo intelectual el asumir que la lámpara de 10 kilogramos consuma
3 kilowatios, porque lo normal sería que, entre los kilogramos y los
kilowatios, se desplomase.
En
España, la luz natural nos sale gratis, a menos que nos empeñemos en
disfrutarla en un yate, pero la luz artificial nos sale por un pico. Es lo que
tiene nuestro mundo: que no hay quien lo entienda. De todas formas, si
analizamos el asunto con frialdad –cosa fácil en este enero siberiano-, las
compañías eléctricas, con su oportuna subida de precios, están fomentado el
cosmopolitismo entre la gente que no dispone de dinero para ser cosmopolita:
para no hacer gasto, nos sentimos rusos, nos sentimos Amundsen, nos sentimos
esquimales. Y eso, en fin, no tiene precio.
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1 comentario:
El otro día se fue la luz en mi barrio y yo tenía que sacar la basura. Lo hice ayudado de una linterna bastante potente, con tan mala suerte que un policía local que por allí pasaba me multó por contaminación lumínica. No hará falta que le diga que la cosa se está poniendo insólita.
El fantasma de la canoa.
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