(Publicado el pasado viernes en EL CULTURAL del diario EL MUNDO.)
Escribir sobre Leonard Cohen propicia –no sé por qué- un ligero tono cursilón, y no porque él fuera cursi ni mucho menos -más bien todo lo contrario, ya que sus canciones tienen la reciedumbre de las emociones hondas-, sino tal vez porque esas emociones tan densas y abisales, al reinterpretarlas nosotros a través de nuestras emociones subsidiarias, se nos acaramelan un poco y acaban resultando un tanto empalagosas. Si además uno escribe sobre Cohen a las pocas horas de haber muerto Cohen, el pastel resulta casi inevitable.
En los guateques –qué palabra- medianamente
psicodélicos de nuestra juventud, los que ya no somos ni por asomo los mismos
empezábamos por lo fuerte: por los
Creedence, por Jimi Hendrix, por Deep Purple o por Uriah Heep. Por el Elvis
rocanrrolero. Y que no faltara Led Zeppelin.
Y que aullara James Brown. Era,
en fin, la fase de la dispersión estratégica, de los tanteos galantes, de darle
un poco al vaso para espantar las timideces y entrar en la noche con valentía.
Con el paso de las horas, las luces iban atenuándose, hasta quedar reducido
aquel ámbito de ficciones a la penumbra modestamente demoniaca de una bombilla
roja. Y llegaba el momento crucial del baile agarrado. El de la elección de
pareja en grado de tentativa. El momento, entre otros, de Cohen.
Era pasar de la potencia al susurro. Era
un cambio de galaxia. Era adornar la hora del deseo con una banda sonora
melancólica, para poner los espíritus a tono. La penumbra roja propiciaba los
abandonos de identidad, el abandono a las sugestiones artificiales, y convertía
aquello en un baile de máscaras sin máscaras.
Hay canciones que siempre suenan desde el
pasado. Canciones que se han fundido con tramos de nuestra vida en una alianza
inquebrantable, y ya no sabe uno separar una melodía de un recuerdo, y ya no
acierta uno a aislar un estribillo de una sensación rememorada, precisamente
porque ese recuerdo y esa sensación viajan en el tiempo gracias a esas
canciones, con la exactitud inesperada de un número de ilusionista, con esa
literalidad prodigiosa con que la música puede reconstruir un momento remoto de
nuestro ayer. Una parte misteriosa de nosotros pervive en unas canciones, y
sólo en ellas. Suenan las primeras notas de una vieja canción, por olvidada que
puedas tenerla, y es como si te abdujera una fuerza extraterrestre, y regresas
de pronto a quien ya no eres y a quien apenas recordabas, porque a ese
fantasmilla de ti lo envuelve el halo de
una nostalgia en bruto. Una nostalgia sin asideros concretos, por decirlo de
algún modo. (Salvo que… “Dance
to the end of love…”. Salvo que “Like
a bird on the wire…”. Y
aleluya.)
Los perdidos de nosotros, los de
entonces, estamos en muchas canciones imperecederas de Cohen. Algo muy nuestro se custodia en ellas. Algo
remoto que revive, mediante una especie
de reacción alquímica, cuando las escuchamos. En sus conciertos últimos,
Leonard Cohen tenía algo de duende reverencioso, amable y enlutado que ofrecía lo más selecto de su repertorio como
quien pronuncia una fórmula de hechicería capaz de llevarnos a un tiempo que
dábamos por perdido. Y allí renacía de repente aquel tiempo, el de nuestra
juventud. El de la bombilla roja. Y allí estábamos, con ganas de llorar por
nosotros mismos, porque a ver quién se libra de la blandenguería cuando entra
en juego nada menos que la resurrección transitoria de lo que fuimos. (Ese intenso espejismo de regreso. Esa
alucinación fugaz. Ese volver a un territorio inexistente…)
Cohen se arrodillaba en el escenario con
una parsimonia de espectro apacible, agarraba el micro como si fuese una
custodia sagrada, sonreía con beatitud de tibetano, recogía con mimo una rosa
bermellón que le arrojaba una espectadora, modulaba cada palabra como si se
tratase de un conjuro, susurraba con un eco de simas y de abismos sin fondo,
con su voz espesa y lenta de profeta lírico… y ya estábamos perdidos del todo y
entregados por completo, y reencontrados también con nuestro desconocido más
íntimo y esencial, porque nos removía algo que suele ser mejor –por la cuenta que
nos trae- que se mantenga estancado: lo que creemos haber sido en nuestra edad
de oro, cuando lo de la bombilla roja y todo eso. Lo que perdimos en esta larga
aventura.
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2 comentarios:
era el Gregory Peck de la musica
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