domingo, 20 de noviembre de 2016

COHEN Y LA BOMBILLA ROJA


(Publicado el pasado viernes en EL CULTURAL del diario EL MUNDO.)



Escribir sobre Leonard Cohen propicia –no sé por qué- un ligero tono cursilón, y no porque él fuera cursi ni mucho menos -más bien todo lo contrario, ya que sus canciones tienen la reciedumbre de las emociones hondas-, sino tal vez porque esas emociones tan densas y abisales, al reinterpretarlas nosotros  a través de nuestras emociones subsidiarias, se nos acaramelan un poco y acaban resultando un tanto empalagosas. Si además uno escribe sobre Cohen a las pocas horas de haber muerto Cohen, el pastel resulta casi inevitable. 


En los guateques –qué palabra- medianamente psicodélicos de nuestra juventud, los que ya no somos ni por asomo los mismos empezábamos por lo fuerte:  por los Creedence, por Jimi Hendrix, por Deep Purple o por Uriah Heep. Por el Elvis rocanrrolero. Y que no faltara Led Zeppelin.  Y que aullara James Brown.  Era, en fin, la fase de la dispersión estratégica, de los tanteos galantes, de darle un poco al vaso para espantar las timideces y entrar en la noche con valentía. Con el paso de las horas, las luces iban atenuándose, hasta quedar reducido aquel ámbito de ficciones a la penumbra modestamente demoniaca de una bombilla roja. Y llegaba el momento crucial del baile agarrado. El de la elección de pareja en grado de tentativa. El momento, entre otros, de Cohen.  
        

Era pasar de la potencia al susurro. Era un cambio de galaxia. Era adornar la hora del deseo con una banda sonora melancólica, para poner los espíritus a tono. La penumbra roja propiciaba los abandonos de identidad, el abandono a las sugestiones artificiales, y convertía aquello en un baile de máscaras sin máscaras. 


Hay canciones que siempre suenan desde el pasado. Canciones que se han fundido con tramos de nuestra vida en una alianza inquebrantable, y ya no sabe uno separar una melodía de un recuerdo, y ya no acierta uno a aislar un estribillo de una sensación rememorada, precisamente porque ese recuerdo y esa sensación viajan en el tiempo gracias a esas canciones, con la exactitud inesperada de un número de ilusionista, con esa literalidad prodigiosa con que la música puede reconstruir un momento remoto de nuestro ayer. Una parte misteriosa de nosotros pervive en unas canciones, y sólo en ellas. Suenan las primeras notas de una vieja canción, por olvidada que puedas tenerla, y es como si te abdujera una fuerza extraterrestre, y regresas de pronto a quien ya no eres y a quien apenas recordabas, porque a ese fantasmilla de ti  lo envuelve el halo de una nostalgia en bruto. Una nostalgia sin asideros concretos, por decirlo de algún modo. (Salvo que… “Dance to the end of love…”. Salvo que “Like a bird on the wire…”. Y aleluya.) 


Los perdidos de nosotros, los de entonces, estamos en muchas canciones imperecederas de Cohen.  Algo muy nuestro se custodia en ellas. Algo remoto  que revive, mediante una especie de reacción alquímica, cuando las escuchamos. En sus conciertos últimos, Leonard Cohen tenía algo de duende reverencioso, amable y enlutado que  ofrecía lo más selecto de su repertorio como quien pronuncia una fórmula de hechicería capaz de llevarnos a un tiempo que dábamos por perdido. Y allí renacía de repente aquel tiempo, el de nuestra juventud. El de la bombilla roja. Y allí estábamos, con ganas de llorar por nosotros mismos, porque a ver quién se libra de la blandenguería cuando entra en juego nada menos que la resurrección transitoria de lo que fuimos.  (Ese intenso espejismo de regreso. Esa alucinación fugaz. Ese volver a un territorio inexistente…) 


Cohen se arrodillaba en el escenario con una parsimonia de espectro apacible, agarraba el micro como si fuese una custodia sagrada, sonreía con beatitud de tibetano, recogía con mimo una rosa bermellón que le arrojaba una espectadora, modulaba cada palabra como si se tratase de un conjuro, susurraba con un eco de simas y de abismos sin fondo, con su voz espesa y lenta de profeta lírico… y ya estábamos perdidos del todo y entregados por completo, y reencontrados también con nuestro desconocido más íntimo y esencial, porque nos removía algo que suele ser mejor –por la cuenta que nos trae- que se mantenga estancado: lo que creemos haber sido en nuestra edad de oro, cuando lo de la bombilla roja y todo eso. Lo que perdimos en esta larga aventura. 

   Leonard Cohen ha muerto a pie de obra, con disco flamante, con esas nuevas canciones que ya no son un susurro, sino más bien el susurro susurrado de un susurro, porque la voz le salía en la vejez de una caverna muy profunda, envolvente como el discurso de un mago bajo la luna llena o yo qué sé: una voz que estaba mucho más allá de la voz. Una voz de hipnotizador con borsalino, con su ropa negra de predicador que, lejos de proclamar la inminencia del fin del mundo o de amenazar con las llamas del infierno, nos habló de otras cosas. De la vida en abstracto y en concreto. Del amor que se enfrenta a la muerte y del desamor que se parece a una muerte. De partisanos y de muchachas lunáticas. De plegarias incumplidas y de misterios cumplidos. De lo que iba saliendo, en fin, de su sombrero de dandy de traje oscuro, con la voz siempre a punto de dibujar luminosamente en el aire una línea de sombra.

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2 comentarios:

  1. era el Gregory Peck de la musica

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  2. Si no hay comentarios a esta entrada no se crea que es por que no lo leemos. Es por otra cosa.

    ¿Vale?

    Pues venga.

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