(Publicado el sábado en prensa)
En referencia a la expansión del
comunismo en el mundo y al papel asumido por EEUU como freno de esa expansión,
Kissinger arriesgó una pregunta más propia de un chistoso que de un secretario
de Estado: “¿Acaso no tenemos derecho a salvar a un pueblo de sí mismo?”. Un
talante similar estamos observando en nuestro país a lo largo de estos meses,
pues no hay político que no procure salvar a los españoles de lo que los
españoles decidieron votar en contra de lo que los políticos quisieran que
hubiesen votado.
Durante
esta fase de desconcierto, las grandes formaciones políticas han jugado en un
tablero de ajedrez convertido en un laberinto, conscientes tal vez, desde el
primer instante, de que la partida acabaría en tablas. Cada cual ha jugado, eso
sí, con su estrategia peculiar. El PP optó desde el principio por una especie
de despego budista, enrocado en su argumento de ser el ganador relativo de unas
elecciones que había perdido en términos absolutos. El PSOE, ante el peor resultado
electoral de su historia reciente, optó en cambio por convertirse en caballo
ganador, aunque con las cuatro patas quebradas, a merced del remolque dócil de
Ciudadanos y del impulso arisco y reticente de Podemos, que al final se ha
revelado como un empujón hacia el abismo. Se han manejado, además, conceptos audaces;
entre ellos, el de “coalición de progreso”, como si el de “progreso” fuese un
concepto etéreo y armonizador que estuviera no sólo al margen de los intereses
partidistas, sino incluso por encima de las ambiciones de sus dirigentes. Como
si las siglas, en fin, fuesen meras siglas, cuando la realidad nos enseña que
las siglas son muchísimo más que las siglas en sí, hasta el punto paradójico de
que ha resultado más viable un pacto inoperante entre PSOE y Ciudadanos que el
pregonado pacto redentor entre formaciones de izquierda, conforme a su
tradición desconcertante de neutralización recíproca.
Salvo
algún número de prestidigitación de última hora, iremos a nuevas elecciones, lo
que viene a ser lo mismo que decir que iremos al mismo sitio en que nos
encontramos, a no ser que alguien crea que de aquí a junio los votantes
sufrirán una alteración psicológica que los convierta a seres ideológicamente
distintos a los que fueron a votar en el pasado diciembre, lo cual sería tal
vez más preocupante –por lo que implicaría de frivolidad y de volubilidad- que
una intención de voto idéntica.
Los
políticos electos alardean de ser los representantes del pueblo, su voz en el
Olimpo legislativo. Sí, pero depende. Eso forma parte del discurso bonito y
heroico. La realidad es que acaban siendo representantes de sí mismos, en
régimen de libertad vigilada por los intereses de un aparato partidista que lo
mismo sirve para representar al pueblo que para representar una farsa. Y en
esas estamos.
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