Cuando el pintor
Tosar Granados es el ciudadano Manolo Tosar, con su melena y su barba de
reminiscencias bíblicas, con su piel tostada y tersa de santificado, te da la
impresión de que se trata de un eremita que acaba de volver de los rigores del
desierto de cumplir una larga y mortificante penitencia por sus disipaciones.
Hablas con Manolo Tosar y ahí tienes un gran espectáculo: gesticula gallardamente
con el aplomo de un monarca escapado de una obra de Calderón de la Barca, te dice algo con su
voz imponente de tenor, mueve la mano en el aire como si el aire fuese un
lienzo, se levanta de la silla y da dos vueltas sobre sí mismo para celebrar
una ocurrencia o para escenificar un asombro, dice algo y se tapa de inmediato
la boca para dar a entender que quizá no ha debido decir lo que ha dicho, te
interroga con un alzamiento de las cejas si ha debido decir eso que ha dicho, le
confirmas que él puede decir lo que se le antoje, se ríe con su risa de
bucanero bueno de los mares del Sur, se mesa la susodicha barba bíblica, distrae
durante un segundo los ojos vivaces en una lejanía abstracta, como si buscase
allí un argumento perdido, te mira, se mira un poco por dentro y complementa
toda esa teatralidad con una frase sentenciosa que de inmediato se arrepiente
de sí misma, de su solemnidad y vehemencia, para coronarla al instante con un
alegre disparate, acompañado convenientemente de la ya referida risotada de
aristócrata de la piratería.
Eso en la calle. Porque, en cuanto se encierra en su estudio, en su
taller de blancuras y de espectros de colores, ahí tenemos ya a Tosar Granados,
el maestro pintor, el que discute con los fulgores y las sombras, el que pacta
con las figuras huidizas, el que pone cepos líricos a la luz para apresarla,
para darle un molde y un sentido, para ponerla más en claro. El Tosar Granados
que construye deslumbramientos geométricos. El Tosar Granados que pronuncia el
abracadabra de la blancura para que se haga la blancura. El hechicero que
transforma la luz incorpórea en una materia densa y expansiva. El de los corros
de personajes grotescos. El de las muchedumbres arábigas que parecen estelas de
colores en fuga.
Ahí, en su estudio, hablando y batallando consigo mismo, gesticulando
para sí mismo, convirtiendo en tangible lo incorpóreo, es donde Manolo Tosar,
el ciudadano con aspecto de eremita, se convierte en el eremita Tosar Granados:
el solitario ante su arte. El hombre que recrea los desiertos infinitos y las
esquinas pequeñas. El constructor de un mundo de azoteas y de páramos, de
escenarios entre reales y oníricos: tan reales a veces, que dislocan la
realidad; tan oníricos, que acaban resultando delicadamente hiperreales.
Allí, en su taller de alquimista que sabe convertir la nada en luz, es
donde Manolo Tosar se repliega sobre sí mismo para que hoy podamos disfrutar,
en fin, de los encantamientos minuciosos y refulgentes de los cuadros de Tosar
Granados.
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