lunes, 28 de marzo de 2011

HAIKUS


Me pidieron de EL CULTURAL, del diario EL MUNDO, tres haikus en torno al desastre de Japón. Se publicaron el viernes.

Son estos:


1

La mala mar,

herida de sí misma,

muere matando.


2

¿De qué va huyendo

la ola agonizante

que nos arrastra?


3

¿También tú, mar?

Tu azul era el zafiro

de mis metáforas.


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(Ilustración de Hiroshige.)

sábado, 19 de marzo de 2011

BOMBILLA


Si las bombillas no sirviesen para nada, si no alumbrasen, si se limitaran a ser objetos sin función, las veríamos expuestas en los museos, pues pocos ingenios resultan tan hermosos y delicados como una bombilla clásica. Pero, como alumbran, las bombillas tienen que conformarse con ser bombillas, que no es un gran destino, de acuerdo, pero que tampoco está mal, sobre todo para el usuario.

La bombilla es un mundo hermético, simplicísimo y complejísimo a la vez, como casi todas las cosas que merecen la pena. Una bombilla apagada es un mundo despoblado, sin el duende dentro. Una bombilla encendida es un pequeño prodigio: una luz que tiene su origen quién sabe dónde y que encuentra la meta en un filamento que puede ser de platino, de carbón, de wolframio o de tungsteno, entre otros materiales posibles, según informan quienes saben.

Una bombilla no se pone al rojo vivo, sino al rojo blanco, que es un rojo muy peculiar, al menos para tratarse de un rojo. El bulbo de cristal de toda bombilla contiene un gas inerte que protege los filamentos de las altas temperaturas, lo que convierte a la bombilla en un ámbito con fantasma incorporado, pues como tal fantasma podemos considerar el mencionado gas inerte, que suena más a ocurrencia lírica que a término científico: inerte… El gas…

Una bombilla encendida atrae a los insectos (salvo a los traicioneros mosquitos, que son amigos de las tinieblas, porque ellos son como murciélagos en miniatura), y lo cierto es que comprende uno a esos insectos que no paran de revolotear en torno a las lámparas domésticas o a las farolas públicas: si uno hubiera nacido insecto, también se fascinaría ante ese espectáculo de refulgencia en plena noche, y creo que más de un insecto acabará pensando que una farola es en realidad la Luna misma, que se ha desprendido del cielo y ha ido a parar a un muro de la calle Aribau o de la calle Pedro Pérez, por no señalar a nadie en concreto.

Para una polilla con un poco de mentalidad estética, una bombilla debe de representar algo así como un palacio impenetrable de cristal en el que de noche se produce el milagro de la luminiscencia, de la luz surgida de la nada. Por eso, algunos insectos se apostan durante el día en las inmediaciones de la bombilla o sobre el cristal mismo de la bombilla, a la espera de que se ponga el sol y de que una mano distraída active el mecanismo prodigioso que permite que llegue al filamento un caudal inextinguible de luz, la luz a chorros, la luz navegante que viene de qué ríos.

En cuanto al destino trágico que está reservado a casi todas las cosas del mundo, digamos que las bombillas suelen tener una muerte fulminante. No hay bombilla que muera de muerte natural, de muerte lenta, por desgaste paulatino. No: la bombilla muere siempre electrocutada. En una micra de segundo, puede pasar de la actividad al acabamiento irreparable. Se trata de una muerte tan sumamente súbita, que en realidad parece un suicidio, pues nada se da tanta prisa en morir como una bombilla sana, ella sabrá por qué.


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lunes, 14 de marzo de 2011

CAFÉ












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Debido a su poder instantáneo para espabilar e infundir diligencia a la clase obrera, el café puede ser considerado como una de las armas secretas más eficaces del capitalismo. Es posible que, sin la existencia providencial del café, el absentismo laboral alcanzase cotas insostenibles para nuestro entramado productivo, y adiós entonces a tantísimas cosas.

Dicen quienes conocen las cosas que sucedieron en el pasado que, hasta el siglo XVII, el café era para los europeos un concepto exótico, algo que se mencionaba en los relatos de los viajeros que regresaban de Oriente con un fardo de curiosidades en la memoria. Mientras los árabes y los turcos bebían café, los europeos tomábamos vino y cerveza desde las claras del día, extremo que, se mire como se mire, distaba mucho de la ejemplaridad cívica y del fomento de la diligencia laboral. Como no hace falta decir, los pueblos de Europa, amigos del sincretismo, siguen bebiendo vino y cerveza, aunque suelen recurrir al café para paliar los efectos del vino y de la cerveza, en tanto que los pueblos árabes, más partidarios de la inamovilidad de las tradiciones, siguen con la cosa del café, ya que el consumo de bebidas alcohólicas puede acarrearles problemas de índole teológica, y tampoco se trata de eso.

Quiere la leyenda que los sufíes fueron los introductores del café en el mundo islámico, y se supone que los primeros cafeinómanos se manifestaron a finales del siglo XIV en círculos místicos, pues les infundía elevación de espíritu aquella sustancia. De todas formas, la popularización del café llevó consigo que se abrieran establecimientos para su consumo, y parece lógico que en tales establecimientos se practicaran juegos de azar, se alternase con mujeres y se escuchase música. Estas expansiones lograron herir la sensibilidad de un jefe de policía de La Meca, que, en el siglo XVI, con la complicidad de un concilio de alfaquíes, consiguió prohibir el comercio y consumo de café. La prohibición duró hasta que le sucedió en el cargo un partidario del café, y las aguas volvieron a su cauce; es decir, a las cafeteras.

En un principio, se atribuyeron al café muchas propiedades terapéuticas: la purificación de la sangre, la sedación del estómago, el fortalecimiento del hígado… El sector más puritano de las postrimerías del XVII no dudó en otorgarle una cualidad moral: la de alejar a los humanos del vicio del alcohol.

El café fue recibido en Europa, en fin, como una especie de sustancia mesiánica, redentora de una situación de borrachera global, ya que tanto la cerveza como el vino formaban parte de la dieta de cualquier familia, niños incluidos.

A principios del XVIII, el país europeo con un índice mayor de consumo de café era Gran Bretaña, hasta que, a mediados de siglo, ese consumo entusiasta fue relegado en beneficio de la popularización del té, quizá por ese prurito británico de diferenciarse de sus nacionalidades vecinas incluso a la hora de colocar el volante en un coche.

Herman Melville, en su novela Moby Dick, concibió a un personaje cafeinómano que procuró hacer entrar en razón –aunque en vano- al capitán Ahab: el oficial Starbuck, que en la actualidad da nombre a una cadena internacional de cafeterías, como no hace falta ni decir.


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jueves, 10 de marzo de 2011

LAS RESPUESTAS RETÓRICAS
























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De momento al menos, todo parece destinado a volver al papel.

En la novedosa colección Álogos (dedicada a recopilar entradas de blogs), Javier Sánchez Menéndez, el diligente director de la Isla de Siltolá (siltola.blogspot.com
), ha editado una selección de las entradas de este MERCADO DE ESPEJISMOS.

En la misma tanda, han salido recopilaciones de J.M. Benítez Ariza, Enrique García-Máiquez y Fernando Valls.

Pues nada, eso: que muchas de estas divagaciones ya están allí y, por supuesto, siguen estando aquí.

El soporte fantasmal y el soporte papel.

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lunes, 7 de marzo de 2011

EL BUEN SOLDADO








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La editorial sevillana PARÉNTESIS (www.parentesiseditorial.com), que dirige Antonio Rivero Taravillo, acaba de reeditar, en una nueva traducción debida a Victoria León, la novela El buen soldado, de Ford Madox Ford, que vale mucho por sí misma y también por los caminos narrativos que desbrozó, cualidades que no siempre se confabulan. Antonio tuvo la amabilidad de pedirme que la prologara. Van a continuación algunos fragmentos de ese prólogo:


"Ford Madox Ford empezó a escribir El buen soldado a finales de 1913, a sus 40 años recién cumplidos. Antes de publicarse en 1915, la novela tuvo un título de reverberaciones un tanto melodramáticas: La historia más triste. El editor consideró que se trataba de un reclamo -cualquier título no es mucho más que eso- muy poco atrayente para una sociedad que estaba siendo testigo de las calamidades derivadas de la Primera Guerra Mundial. La discrepancia se resolvió mediante una broma, según explica Ford en el prólogo que añadió a una edición de 1927 de esta novela de atmósfera envolvente y de título tan ambiguo como equívoco, ya que dirige el foco hacia uno solo de los cuatro pilares de la historia: un matrimonio inglés y otro norteamericano que mantienen a lo largo de nueve años una relación en principio afable, a la larga tortuosa y al cabo destructiva".

(...)

Ford no recurre a sentimientos esquemáticos que induzcan -o al menos faciliten- el posicionamiento moral del lector frente a los protagonistas de su novela, sino a sentimientos tan enturbiados como sólo pueden enturbiarse en la vida real; sentimientos extraños, poliédricos y confusos, como lo son tal vez todos los sentimientos cuando se diseccionan y cuando se procura desplazarlos al ámbito de la razón, que no deja de ser una intrusa vanidosa en los asuntos sentimentales. Mark Schorer supone que “en última instancia”, El buen soldado describe un mundo que carece de sentido moral y que revela a un narrador que sufre la locura de la inercia moral: una víctima indolente que ni siquiera se toma la molestia de guardar rencor.

(...) "En esta novela, Ford Madox Ford plantea la coherencia peculiar de las pasiones, una coherencia que está por encima -o por debajo, quién puede saberlo- de cualquier razonamiento lógico, quizá porque las pasiones que merecen ese nombre se alimentan en buena parte de las contradicciones; entre ellas, la que tal vez sea la mayor de las contradicciones posibles: el afán de esclavitud sentimental en nombre de la libertad de los sentimientos" (...)

(...) "El ritmo de la narración es el propio de una conciencia impúdica aunque a la vez temerosa: la conciencia de alguien que quiere contar pero que parece remiso a contar, explícito y escurridizo a la vez; la conciencia de alguien, en fin, que ofrece verdades a medias como táctica para ofrecer una verdad global: una verdad hecha pedazos, hecha de pedazos. “Soy consciente de haber contado esta historia con muy poco orden, de manera que tal vez resulte difícil encontrar el camino por lo que quizá no sea más que una especie de laberinto”, confiesa el narrador. Esa carencia de orden es una de sus virtudes estilísticas: la alteración de la linealidad del espacio y del tiempo narrativos en beneficio de una exposición del discurso mediante la recurrencia continua al flash-back" (...)

Divagaciones al margen, y en resumen, una novela capital.

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