MERCADER DE ESPEJISMOS
JUAN BONILLA
(Publicado en el diario SUR, 02-02-07)
A sus veintipocos ya era un maestro considerado como tal por los mayores y admirado por los más jóvenes. Sólo había publicado dos o tres libros de poemas de insólita madurez, y dirigía la mejor revista literaria de la época, Fin de Siglo, que uno buscaba ansiosamente cada tres o cuatro meses y bebía en un solo día entusiasmado. Su voz era elegante, descreída y sabia: la de alguien que prueba los trampolines que le ofrece la tradición para impulsar sus saltos a sabiendas de que los saltos importan más que los trampolines, porque aunque unos sean imposibles sin los otros, los trampolines no serían más que tablones situados a determinada altura sin que las piruetas de los saltos los justificasen.
A sus veintipocos ya era un maestro considerado como tal por los mayores y admirado por los más jóvenes. Sólo había publicado dos o tres libros de poemas de insólita madurez, y dirigía la mejor revista literaria de la época, Fin de Siglo, que uno buscaba ansiosamente cada tres o cuatro meses y bebía en un solo día entusiasmado. Su voz era elegante, descreída y sabia: la de alguien que prueba los trampolines que le ofrece la tradición para impulsar sus saltos a sabiendas de que los saltos importan más que los trampolines, porque aunque unos sean imposibles sin los otros, los trampolines no serían más que tablones situados a determinada altura sin que las piruetas de los saltos los justificasen.
Paraíso manuscrito -donde había un poema sobre un mercader que cada tarde extendía las manzanas, el tiempo-, Los vanos mundos, La mala compañía eran los títulos de sus primeros libros de poemas, en los que por una «solemne música hechizado», Felipe Benítez Reyes empezaba a construir un mundo donde triunfaba con enérgica gracia la mágica perplejidad ante el mundo, teñida a veces por el leve desengaño y el descreimiento de quien sabe que el mundo es una continua plantación de espejismos.
Como ya se había convertido en autor inevitable en nuestro panorama poético, le empezaron a crecer enemigos que, con insuficiente destreza, trataban de minusvalorar sus obras tomando de ellas lo anecdótico para representarlas: que si sólo hablaba de bares nocturnos y niñas fatales, que si con dos golpes de Borges y una rodaja de Cernuda construía meritorias imitaciones de Eliot. Entonces publicó su primera novela, Chistera de duende, y luego otro libro de poemas, Sombras particulares, y otra novela, Tratándose de ustedes, audaz como pocas en unos años de soberano aburrimiento narrativo.
Era a comienzos de los noventa y por mucho que les doliera a sus envidiosos atacantes, quedaba claro sin posibilidad de duda que Felipe Benítez Reyes era de esos autores que alcanzan a tener una voz inconfundible, de los que, siguiendo el precepto clásico que aconsejaba poner todo lo que uno sea en lo más insignificante que se haga -precepto que copió Pessoa-, lograba imponer la singularidad de su voz igual en una reseña que en un relato.
La reflexión -o el pasmo- ante el paso del tiempo, ante el tiempo como monstruo y como enemigo, la mirada a la vez fría y emocionada al carnaval de espectros que es la realidad, caracteriza a la poesía de Felipe. Cada vez que un poeta se decide a escribir novela se ve obligado a esquivar las balas necias de quienes, perezosos entomólogos, no consiguen dar crédito al hecho de que quien ha emocionado con sus versos pueda también divertirnos con sus relatos. Para eso inventaron el término "novela lírica": para rebajar la narrativa de los poetas.
Pero la de Benítez Reyes no tiene nada que ver con ese tipo de narrativa. Con suficiente audacia, ha ido creando un mundo absolutamente identificable, sobre todo en su novela El novio del mundo, una pieza mayor en la que caben cientos de carcajadas, escrita con una prosa luminosa, soberbia, que no se permite un desmayo a pesar de que la novela alcanza el medio millar de páginas. Su personaje, Walter Arias, es de esos que siguen latiendo una vez que se ha cerrado el libro en el que lo encontramos, de esos a los que nos topamos a menudo en las calles de la realidad, en las que reconocemos su huella en cosas que hacen los otros (inmediatamente etiquetados como plagios de Walter).
Algo parecido se puede decir del lector de filósofos y filósofo él mismo, Yeremi, el fantasma alucinante que protagoniza El pensamiento de los monstruos, novela donde hay un viaje a Puerto Rico que es uno de los capítulos más divertidos que se hayan escrito entre nosotros.
Las novelas de Felipe están pobladas de una extrañeza genuina, abordan la realidad como si fuera -lo que seguramente es- una fiesta de disfraces sin reglas y sin sentido. En cierta manera, los personajes de Felipe son náufragos que no tienen más remedio que inventarse islas donde sobrevivir con las herramientas a su alcance -las drogas valen, claro- sin perder del todo la conciencia de que en realidad esas islas son inventos a que han sido obligados por unas fuerzas que, de tan invisibles e insensatas, han perdido para ellos toda capacidad de influencia en sus actos. La realidad es una continua impostora, y los personajes mejores de Felipe son desubicados que se las arreglan para ubicarse hasta el punto de que, sabia y coherentemente, desubican a todo lo demás -los lectores entre ellos-. De ahí que, con ser divertidísimas, propongan también sabias lecciones morales, pues no es su autor de los que consideran que para ese propósito el novelista haya de hacer de la grave solemnidad y el aburrimiento contumaz armas con las que construir una ficción seria.
A mi ver, Felipe ha logrado lo que no consiguieron nuestros buenos humoristas de los años 20, cuyas ficciones perdían fuerza al conformarse con la, por otra parte, muy noble ambición de hacer gracia. Obras como Roque Six o Don Clorato de Potasa o algunas de las novelas de Ramón Gómez de la Serna, adolecen de una confianza en sus propias capacidades para, además de divertirnos, tocar los nervios de la emoción y llegar más allá de donde llega el que confía toda su suerte a los méritos de su humorismo, lo que no deja de ser una pena, pues obras que podrían haberse situado en la verdadera vanguardia de nuestra narrativa, como la novela de Neville o la de López Rubio, se quedaron en luminosas anécdotas que sólo son fallidas por las ansias del lector de que alcanzaran más lejos, no por las de los autores que parecen conformarse con hacernos pasar un buen rato ensayando sus «más difícil todavía».
Por eso el humorismo de Felipe Benítez Reyes es mucho más potente y eficaz: sus novelas no pierden de vista un solo momento que el deber primordial de un relato es entretener (incluso en el sentido que tiene ese verbo de impedir a alguien que se ponga a hacer lo que tenía que hacer), pero refuerza esa ambición con un dibujo del mundo en el que éste es una especie de juguete extraño cuyo mecanismo resulta imposible de comprender, y nosotros, espectros armados de dogmas, tácticas de defensa, miserias rotundas que apenas nos salvamos mediante los sanos delirios de la imaginación.
Como ensayista Felipe ha dado constantes pistas de cuáles son los trampolines que utiliza para efectuar sus saltos: el temblor de Eliot, la capacidad de deslumbrar de Nabokov (otro gran humorista que no se conformaba con divertir), la hondura de Cernuda, el brillo de Chesterton. Como cuando los leemos a ellos, nos acompaña leyendo a Felipe Benítez Reyes la convicción de que será capaz de decir de modo memorable lo que se proponga: suscitar esa sensación es cosa sólo al alcance de aquellos que han logrado ganarle al mundo una parcela donde hacer ondear su bandera, una parcela en la que instalar su propio mundo, los que han logrado el milagro de imponer su voz y hacérnosla reconocer en cualquier parte donde suene.
La voz de Felipe es una voz amable, descreída, dispuesta a celebrar la belleza con imágenes fulgurantes y corregir cualquier atisbo de grandilocuencia con un golpe de humor rotundo.
Ahora agrega dos títulos a ese mundo distinguido: los poemas de La misma luna (Visor) y la novela Mercado de espejismos (Destino), con la que ganó el Premio Nadal.
Hace unos meses, en un bar de Madrid, nos contaba Felipe los avatares que rodearon la redacción de su novela, su viaje a Colonia y la aparición de un bobo best-seller que empezaba con una idea que está en su novela. Resultaba tan descacharrante que uno no podía sino apremiarlo para que la concluyese.
El nuestro es un tiempo en el que inevitablemente el género narrativo por excelencia había de ser la parodia: un tiempo en el que miles de lectores quedan enganchados a la pésima prosa de unos redactores que les hablan de insondables misterios que tienen que ver con reliquias legendarias, con documentos que poseen sectas inverosímiles, con secretos que han esperado siglos para salir todos a la vez y conmocionar el panorama literario, se merecía una obra que, utilizando esas apasionantes zarandajas, se atreviese a dar unas cuantas volteretas para que lo que saliera incólume de su sacudida fuese aquello que rara vez asoma en las expediciones esotéricas de moda: la literatura.
Es lo que ha conseguido Felipe Benítez Reyes con una novela que no sólo resulta, como todas las suyas, radiante y divertidísima, sino que también consigue ser aquello a lo que debería aspirar cualquier novela: necesaria.
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