domingo, 17 de octubre de 2021

EL CHIP

 (Publicado ayer en prensa)




Como tantos millones de incautos, y en contra del consejo de esos amigos que tuvieron la prudencia de convertirse de manera repentina en científicos, me vacuné. En mala hora. Con la presunta primera dosis me inocularon un virus gripal que me tuvo dos días postrado y febril. Me resistí a pensar que se trataba de un efecto calculado para sugestionarnos de que la vacuna hacía efecto en nuestro organismo. Tardé en enterarme de que con la segunda dosis, que no me provocó ningún tipo de reacción, me inocularon el chip. Eso fue lo grave.

         Al principio no noté nada, pero, a los pocos días, sentí una especie de pinchazo en el hombro. Consulté el caso con un amigo  versado en vacunología, a pesar de dedicarse él a la venta de coches usados, y me brindó una revelación estremecedora: el chip se me había quedado atascado en el hombro, lo que podía tener como consecuencia, si no se movía pronto de allí, una necrosis intramuscular irreversible, con lo cual lo más probable era que tuvieran que amputarme el brazo.

Tres o cuatro noches estuve sin pegar ojo, vigilándome el brazo en cuestión.

Por suerte, el chip consiguió desatascarse y prosiguió su ruta por mi organismo. Al principio, se me instaló en la vesícula, luego en el epigastrio y finalmente encontró su acomodo definitivo en el lóbulo parietal de mi cerebro, que es donde deben fijar su residencia los chips de control mental, al estar programados para eso, aunque existen chips defectuosos que toman los rumbos más extravagantes y acaban asentándose en cualquier sitio, lo que merma su efectividad controladora por parte de los grandes oligarcas. (A un conocido mío se le instaló en una oreja y desde entonces oye pitidos y voces de ultratumba.)

         Empecé a notar los efectos inductivos del chip cuando fui al supermercado y, al intentar coger de la estantería una lata de atún en aceite de mi marca habitual, se me paralizó la mano. Volví a intentarlo y la mano empezó a temblarme con paroxismo. Haciendo un esfuerzo mental de faquir, conseguí apresar la lata, pero entonces me dio un calambrazo. Al instante, la mano se me fue, por su cuenta, hacia una pila de latas de atún en aceite de una marca para mí desconocida: ATÚN BILL GATES. Para mi sorpresa, mi mano, automatizada, metió en el carro cinco latas de ese producto.

         Como ustedes saben, la producción de coches está paralizada por falta de chips, y no hay que ser muy espabilado para saber el motivo de esa carencia. Un grupo de afectados por la vacuna hemos alquilado un autobús para desplazarnos a una fábrica de automóviles y venderle el chip que llevamos dentro. Por 50 euros, permitiremos que nos lo extraigan y lo utilicen con fines industriales. Así, de paso, muchos volveremos a comprar la marca de atún de toda la vida, no la impuesta. Porque ya está bien de bromas.


.

domingo, 3 de octubre de 2021

LENGUA NATURAL

 (Publicado ayer en prensa)



El problema de los afanes identitarios colectivos es que acaban siendo más colectivos de la cuenta, ya que los micropatriotismos suelen provocar un efecto de mímesis, con arreglo a un patrón de pensamiento –o de sentimiento- muy básico: “Si ellos sí, ¿por qué nosotros no?”. La identidad, en suma, como una cuestión de orgullo comparativo.

         Uno de los pilares de la reclamación identitaria es el idioma, de modo que las regiones históricamente bilingües optan por la potenciación de la lengua de raíces autóctonas frente a la históricamente común, pues, por lógica, en los procesos identitarios no importa lo que une, sino lo que desune: la desunión hace la fuerza.

         Gracias a este fenómeno, en mi tierra, Andalucía, surgen de vez en cuando quienes defienden la existencia de una “lengua andaluza”, lo que, mirado con un poco de suspicacia, viene a ser lo mismo que suponer que en Aragón o en Costa Rica se habla andaluz, o incluso al contrario: que en Andalucía se habla aragonés o costarricense. (Cuestión, digamos, de perspectiva.)

         Una senadora de Adelante Andalucía, formación soberanista de izquierdas, ha reclamado el reconocimiento del andaluz como “lengua natural no estandarizada” y, para predicar con el ejemplo, ha colgado el siguiente tuit: “El andalûh êh nuêttra lengua naturâh. Y no êh inferiôh a ninguna otra lengua del êttao. Lo ablamô çin complehô. Y temenô, ademâh, linguîttâ andaluçê con propuêttâ pa una ortografía”. El hecho de que el andaluz sea una “lengua natural” –y con tantos signos diacríticos como el polaco, al menos a primera vista- es desde luego una noticia casi inmejorable, pues no existe cosa más artificiosa y triste que una lengua artificial. 

      Lo que no queda del todo claro es si la ortografía natural andaluza consiste en la transcripción fonética de unas modalidades de habla de una lengua común a casi 500 millones de personas, lo que nos llevaría a un punto complicado: ¿valdría esa ortografía andaluza para un almeriense y para un onubense, para un sanluqueño que cecea y para un sevillano que sesea, para la e de un gaditano y la e de un cordobés? En cualquier caso, la senadora se muestra optimista: “Llegará el día en que se escriba en andaluz”. Deseando todos que llegue ese día, como no hace falta decir. Porque no sé cómo llevamos los andaluces siglos y siglos soportando el tener que escribir en una lengua desnaturalizada, impuesta por los inquisidores -sean quienes sean- de las lenguas naturales.

Es posible que al principio cometamos muchas y muy pavorosas faltas de ortografía, pero iremos aprendiendo poco a poco, con tenacidad y entusiasmo de párvulos, felices por haber recuperado nuestra lengua natural perdida.

De aquí a nada, habrá que ir traduciendo a su lengua natural no estandarizada a autores como Góngora o Bécquer, por ejemplo.

Para ir abriendo boca, ya disponemos de una traducción al “andalûh” del Platero y yo de Juan Ramón Jiménez. Para que el asunto arranque, en fin, con un rebuzno.


.