domingo, 27 de junio de 2010

ÚLTIMAS PALABRAS


Queramos o no, tendemos a imaginar el momento de nuestra muerte con cierta solemnidad, porque no se muere uno todos los días.

Pero lo malo de la muerte es que no sólo suele llegar de manera inesperada, y casi siempre inoportuna, sino que también se permite gastar bromas, lo que es ya el colmo, porque hay cosas con las que no debiera jugarse. Qué sé yo: sales a comprar unas azucenas y te cae en la cabeza una maceta de geranios. Coges el coche para irte de vacaciones a la playa y, en vez de pasarte el día comiendo sardinas y bailando rumbas, acabas oyendo la trompetería celestial de los ángeles.


Nadie piensa, en fin, que va a tener una muerte ridícula. Pero…

Werner Fuld se entretuvo en recopilar un Diccionario de últimas palabras, que aquí publicó Seix Barral. Las últimas palabras de personajes más o menos célebres o de meros mindundis, pronunciadas justo antes de quedarse mudos para toda la eternidad -a menos que, por cualquiera sabe qué razón, alguno de ellos haya decidido ejercer más allá de la muerte de espectro ululante.

Ana Bolena, segunda esposa fallida de Enrique VIII de Inglaterra, al subir al cadalso para ser decapitada, le dijo al verdugo: “No os dará ningún trabajo. Tengo el cuello muy fino”. En el mismo trance, al aristócrata francés Henri de Xavière le ofrecieron un vaso de vino, a lo que respondió: “No, gracias. Cuando bebo suelo perder el sentido de la orientación”.

Según quiere la leyenda, las últimas palabras de Humphrey Bogart fueron las siguientes: “No hubiera debido cambiar el whisky escocés por el martini”. También en el ámbito del alcohol, se cuenta que, un segundo antes de caer acribillado a tiros por unos esbirros de Al Capone –o quizá por Al Capone en persona, según la suposición de algunos-, el periodista Jake Lingle pronunció estas soberbias palabras: “¡En esta ciudad soy yo quien fija el precio de la cerveza!”

No faltan las bromas. Luis José Monge, condenado a muerte por el asesinato de su mujer y sus tres hijos, antes de entrar en la cámara de gas preguntó a los guardias: “El gas no será malo para mi asma, ¿verdad?”Según se cuenta, el poeta Walt Whitman consideraba que las últimas palabras de una persona debían ser una especie de síntesis de toda su vida, y se afanó en tener esas palabras previstas y ensayadas, aunque, en el momento de irse al otro mundo, de su boca salió una palabra que no estaba en el guión: “¡Mierda!”

Pero, en resumidas cuentas, ¿qué más da una cosa u otra? Cuando la muerte se nos acerca, todos somos un animal asustado, o perplejo, o confundido. En ese instante, nada nos diferencia del primer homínido que notó cómo el mundo se le desvanecía alrededor, cómo se le nublaba la vista, cómo se iba disolviendo su conciencia en la inmensidad de la nada, por decirlo de alguna manera.

Últimas palabras, en fin, que nunca pueden expresar una verdad, porque no es buen momento para las verdades. Julie de Lespinasse, dama parisina y dieciochesca, por ejemplo, murió preguntando “¿Estoy viva todavía?” Y esa pregunta me temo que sirve como comodín para cualquiera.

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domingo, 20 de junio de 2010

NEOPOBREZA







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Por lo visto, se acabó la fiesta. Todas las fiestas se acaban, claro está, lo que no impide que todo final de fiesta provoque melancolías más o menos inconcretas.

En España, la fiesta de la prosperidad duró lo suficiente como para que nos acostumbrásemos a la vida fácil, de igual modo que ahora tendremos que ir acostumbrándonos a la vida difícil, porque se ve que esto va como los péndulos. Se acabó la fiesta, ya digo, y ahora vienen las melancolías y las nostalgias.

Nostalgias, por ejemplo, de aquellos tiempos irrepetibles en que los bancos te enviaban cheques que podías hacer efectivos al instante, sin necesidad de avales ni de avalistas, e incluso te proporcionaban sugerencias para gastar el importe: la primera comunión de tu hijo, el crucero que siempre quisiste hacer, la reforma de la cocina… Porque en aquel entonces los bancos parecían no sólo entidades filantrópicas, sino incluso paternales: te ofrecían dinero sin tú pedírselo, y llegabas a pensar que en los consejos de administración de los bancos se habían infiltrado los de Cáritas, los de Intermon y los sobrinos nietos de la madre Teresa de Calcuta, porque aquello era un conceder descompasado, y la imaginación -en su inocencia- te susurraba que los bancos tenían tantísimo dinero, que no les cabía en la caja fuerte, de modo que no les quedaba más remedio que echar fuera el excedente cuanto antes, y a espuertas: allá va.

Nostalgias de aquellos tiempos, cómo no, en que los aristócratas y los terratenientes recibían subvenciones para cultivar sus latifundios o para dejarlos en barbecho, porque había subvenciones para ambas modalidades. Nostalgias de aquellos tiempos en que cualquier vicedelegado, subdelegado o infradelegado tenía un coche oficial a la puerta de su casa para llevarlo a cumplir sus misiones peligrosas. Nostalgias de aquella época en que un lehendakari podía alquilar un avión privado con cargo al presupuesto para dar una conferencia en Irlanda, porque se ve que allí no pueden vivir sin eso. Nostalgias de aquella edad de oro de ley en que, después de cualquier acto institucional, llegaban las gambas y la caña de lomo, el jamón y el tinto de reserva, porque habíamos llegado a tal extremo de prosperidad, que cualquier cosa parecía una boda. Nostalgias de aquellas bodas imperiales que se financiaban con los préstamos personales que regalaban los bancos. Nostalgias de aquellas primeras comuniones que parecían bodas imperiales. Nostalgias.

De ser nuevos ricos, hemos pasado a convertirnos en nuevos pobres. Y cada cosa tiene sus ventajas y sus inconvenientes: ser un nuevo rico es una catetada, pero ser un nuevo pobre es una putada, sobre todo si ya ha pasado uno por la experiencia inenarrable de ser un nuevo rico.
Se acabó la fiesta, en fin, y hemos vuelto a la realidad. Y ante la realidad, cuando viene cruda, no se fantasea: se sobrevive. Y en eso estamos.

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lunes, 14 de junio de 2010

EXCUSAS


El hecho de excusarse por una fatalidad resulta tan raro, que mucho me temo que la mayoría de las veces deberíamos excusarnos por presentar excusas.

Nos vemos obligados, no sé, a aplazar una cita y nos enredamos en explicaciones complicadas, a menudo incomprensibles para su destinatario, que lo que menos suele necesitar en este mundo son explicaciones, porque todos andamos un poco saturados de epopeyas ajenas: “Es que, justo a esa hora, tengo que llevar a mi tía Remedios al cardiólogo y…” ¿Y qué? Allá tú con tu tía Remedios, camarada, y allá tu tía Remedios con su corazón, que es el más privado de todos los músculos. “No puedo ir”, y ya vale, porque la excusa no sólo es siempre divagatoria, y a menudo falsa, sino que implica además una especie de arrogancia rebelde con respecto al azar: si conciertas una cita con alguien, lo normal es que algo acabe impidiéndola, porque el azar es una máquina incesante de contratiempos.

Lo milagroso es que podamos acudir puntualmente a una cita fijada con una quincena de antelación, pongamos por caso, porque en 15 días pueden ocurrir muchas cosas, demasiadas tal vez: desde un dislocamiento de tobillo hasta una invasión extraterrestre. En la fijación de una cita hay, en fin, una dosis imprudente de optimismo, en buena medida porque cualquier actitud optimista con respecto al futuro conlleva una imprudencia: “Nos vemos el viernes para comer”, dices un lunes, sin tener en cuenta la cantidad de imprevistos que pueden surgir entre un lunes y un viernes, porque el fluir del tiempo viene a ser la chistera de un mago burlón y diabólico.

La excusa es una forma de cortesía, pero hay quien comete la descortesía de exigirnos la exégesis de la excusa. “¿Por qué no puedes ir?” Y ahí empieza la vacilación, pues todo el que se excusa de forma detallada titubea, tal vez porque las excusas están hechas de una materia lógica muy frágil: ¿quién puede comprender que anules una cita porque tienes que llevar el perro a la peluquería de perros, en la que tardan más en darte número que en la sanidad pública y humana?, ¿quién va a tomarse en serio la excusa de que tienes un ataque de ciática justo el día en que se casa un pariente tuyo en un cortijo decorado al estilo vienés que está a más de 200 kilómetros de tu casa?, ¿quién va a creerse que te ha salido un flemón justo una hora antes de la gala de fin de curso de tus sobrinos?

Todo el que se excusa, en definitiva, miente, por más que diga la verdad. No existen las excusas convincentes: todas son sospechosas. Si no puedes acudir a una comida de negocios o a una cena romántica porque te has muerto, mejor que tus familiares lleven el ataúd al restaurante, porque de lo contrario quedarás fatal.

Cuando nos excusamos por algo, por nimio que sea ese algo, nos sentimos despreciables y débiles, unos antihéroes del destino, unos seres incapaces de sujetar con dominio y valentía las riendas de la realidad, que se nos va de las manos a la mínima, como me ha ocurrido, sin ir más lejos, con esta entrada, en la que pensaba hablar de lo raro que está este mes de junio, aunque luego ha tomado esta deriva absurda, por lo que les presento mis excusas más desconsoladas, aun sabiendo de sobra la efectividad que tienen las excusas.


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lunes, 7 de junio de 2010

FORMULACIONES TAUTOLÓGICAS



Formulaciones tautológicas.
ZUT EDICIONES. Málaga, 2010.
104 páginas. Interior a 2 tintas.
Impreso en papel Gardapat Kyara de 135 gramos.
Formato: 24 x 17
Precio: 18 euros.




NUEVO LIBRO

Acaba de salir en ZUT EDICIONES mi libro Formulaciones tautológicas, una serie de 21 collages no sé si absurdos o tangencialmente surrealistas -o tal vez inevitablemente surrealistas- que me distraigo en componer con recortes de revistas del XIX, acompañados de una especie de microrrelatos (que he preferido denominar "informes") sugeridos por las imágenes.

Perdón por la autopromoción, pero la tirada es corta (para subrayar su condición de libro anómalo y más o menos para coleccionistas... de quién sabe qué, digamos, o para... incondicionales, si los hubiera) y no estará disponible en demasiadas librerías. Si alguien tiene interés, puede pedir información a: zut-ediciones@zut-ediciones.com

Va una muestra:

E L . M A R



Como todos los niños bicéfalos de Baltimore, Leopold, hijo único del magnate Dowson, era un lector empedernido de ficciones. El problema radicaba en que una de sus cabezas era incondicional de Herman Melville, mientras que la otra lo era de Joseph Conrad. De todas formas, ambas cabezas coincidían en su fascinación por la vida marítima y, al cumplir 14 años, Leopold le reveló a su padre su intención innegociable de embarcarse en el primer pesquero que partiese de los muelles.

Ante aquel despropósito, su padre reaccionó como lo haría cualquier padre: encargando la construcción de un mar artificial de tres niveles para disfrute de su hijo.

Leopold se dio por satisfecho y cada tarde, al salir del Liceo Alemán, se disfrazaba de almirante o de patrón de altura, según se sintiera bélico o mercantil, y se entretenía con su juguete líquido.

Hasta que el 3 de febrero de 1914, que fue un año malo para casi todo, se originó en el nivel superior de su mar artificial un maelström artificial y Leopold murió ahogado.

Se le enterró con honores militares artificiales, en atención a su quimera de declararle la guerra a Canadá.






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