lunes, 30 de marzo de 2009

ECHANDO EL RATO


ECHANDO EL RATO



Los libros pueden ser el reino natural de la fantasía, aunque su propósito último tal vez consista en convertirse en una interpretación de la realidad, así se apoyen en ensueños y en quimerismos, en patrañas y en leyendas, cuando no en puros disparates.

Collin de Plancy publicó en 1826 su Diccionario infernal, un recuento de seres diabólicos, prodigiosos, sorprendentes, venerables o sobrenaturales, según el caso. Una especie de Gotha de los inframundos. Una suerte de vademécum de anomalías celestiales, infernales y terrestres.

El autor puso al frente de su catálogo de portentos la siguiente apreciación de Plutarco: “El hombre supersticioso teme la tierra y el mar, el aire y el cielo, las tinieblas y la luz, el silencio y el ruido. Tiene miedo incluso de sus sueños”.

En una tarde ociosa, abre uno ese compendio de sobrenaturalezas y se deja llevar: “Cavadrio: pájaro inmundo, según el Deuteronomio. Nosotros no tenemos conocimiento de él, pero los rabinos aseguran que se trata de ave maravillosa cuya mirada curaba la tiricia. Para ello, era necesario que el enfermo y el pájaro se mirasen fijamente, porque, en caso de apartar Cavadrio sus ojos, el enfermo moriría en el acto”. Y cambiamos de tercio: “Belaam: demonio de quien sólo se sabe que el 8 de diciembre de 1632 entró en el cuerpo de la hermana Juana de los Ángeles, religiosa de Lodoun”. (Escaso currículo para un demonio, en fin: una sola posesión.) Poco después nos encontramos con la biografía de Belfegor, demonio de los descubrimientos y de las invenciones ingeniosas, aunque algunos rabinos lo consideran el demonio del pedo. Behemoth, por su parte, sería un demonio pesado y estúpido, glotón y lujurioso, que desempeñaría en el infierno el cargo de sumiller, en tanto que el bello Belial, aparte de ser uno de los más altos jerarcas infernales, ostentaría el rango de demonio de la sodomía, lo que no fue obstáculo para que Salomón lo pusiera cautivo dentro de una botella junto a todas sus legiones, compuestas por 522.200 diablos, de modo que pueden ustedes imaginarse el tamaño de la botella, aunque en asuntos de magia las cosas suceden al margen de las proporciones lógicas.

No faltan en el diccionario de Collin de Plancy las vidas ejemplares, como antídoto contra tanta diablura. La de san Salvio, obispo de Albi, pongamos por caso, que, tras padecer unas descompasadas calenturas y ser dado por muerto, sanó milagrosamente, extremo que le entristeció: “¡Ay, Señor! ¿Por qué me habéis devuelto a este lugar tenebroso?” Tampoco escasean los poseedores de habilidades utilísimas, como por ejemplo el cirujano y alquimista medieval Leonardo Fioravanti, que se jactaba de pegar las narices mutiladas. También hay lugar para el relato de competiciones pintorescas, como la que sostuvo la bruja Dominguina Maletuna con una rival: saltar desde lo alto de una montaña de los Pirineos y salir con vida de la prueba. (No hace falta decir que Dominguina resultó vencedora.)

Quimeras y quimeras y quimeras. Pasatiempos sombríos de la imaginación. Supersticiones miedosas. Cuentos para dormir con un ojo abierto y el otro cerrado, mientras la luna espectraliza la tiniebla, y el subconsciente aúlla, y la razón se da por vencida. O algo así.



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