lunes, 22 de febrero de 2010

PLANETAS DE DIAMANTE


La ciencia suele ser un reducto de magia. La luna prodigiosa y lírica que nos describió el hiperbólico Cyrano de Bergerac no es más lírica ni más prodigiosa que esa luna que vemos cada noche a través de la ventana, esa luna mutante y vagabunda que juega a la geometría consigo misma: de repente mengua, de improviso crece… Hay noches en que parece una cimitarra fantasmagórica, noches en que simula ser una hoz de marfil, noches en que toma la apariencia de ojo ciego de cíclope. Y así va: disfrazándose. La dama indefinida.

Vladimir Nabokov sospechaba que en la obra de arte se produce una especie de fusión entre la precisión de la poesía y la emoción de la ciencia pura. El caso es que unos científicos han conjeturado que algunos planetas extrasolares pueden estar hechos de diamante, al haberse condensado a partir de gas y de polvo rico en carbono. Esos planetas podrían tener la corteza de carbón casi puro y su capa más exterior sería de grafito, pero, más abajo, resulta probable que la presión haya transformado ese grafito en la forma más prestigiosa del carbono: el diamante.

Se imagina uno esos planetas, no sé, como inmensas joyerías flotantes por el universo, como la inmensa caja fuerte de un Tiffany´s ultragaláctico, como el sueño codicioso de un maharajá.

El rey castellano Alfonso X, en su Lapidario, da por hecho que el diamante es una piedra que se halla en el río llamado Barabicen, que corre por la tierra conocida como Horacim. Según el soberano sabio, nadie puede llegar al lugar en que nace ese río, al haber allí muchas serpientes y otras muchas bestias ponzoñadas, entre ellas unas víboras que matan sólo con mirar. Por venir el diamante de este medio, dice el rey que es piedra venenosa: si alguien la mantiene en la boca durante un rato, se le caerán los dientes; si la muelen y hacen mortero de ella con estaño, se convierte en tósigo mortal, de modo que le verá la cara a la muerte quien tenga la desventura de ingerirlo. Por lo demás, nos dice aquel rey de Castilla que el diamante, al ser de naturaleza fría y seca, convierte a quien lo lleva en persona susceptible de enojarse enseguida, inclinada a reñir “y hacer toda otra cosa que sea de atrevimiento y esfuerzo”.

Las pintorescas convenciones mercantiles han convertido el diamante en un símbolo del amor duradero. Regalar un diamante es como regalar el corazón. Un corazón transparente, un corazón muy caro, un corazón de carbono hecho cristal. El diamante, piedra seca y fría, según señala el monarca castellano, se ha convertido en metáfora del corazón caudaloso y candente, del voluble corazón, del músculo sanguíneo y tornadizo. Una piedra preciosa, arrogante y perfecta sobre el fondo aterciopelado del estuche, se transforma en embajadora de un corazón, y el corazón que recibe ese corazón metafórico y cristalizado se conmueve. Es el poder esotérico del carbono, supongo. Es la magia del prisma. Es la fuerza ancestral y caprichosa de los símbolos.

Por ahí, fuera de nuestro sistema solar, puede haber planetas de entraña diamantina, errantes por el silencio corpóreo de las regiones etéreas. Y todo parece, en fin, el sueño delirante de un joyero.


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viernes, 19 de febrero de 2010

CARNAVAL EN CÁDIZ


Bueno, esta noche a ponerse el disfraz. Esta noche a echarse a la calle. Esta noche a andar por ahí disfrazado de guerrero ninja, de vikingo, de emperador de Roma. Esta noche a no ser nadie, a no ser nada. A dejarse llevar.

En los bares habrá princesas de muchísimos reinos, una congregación anómala de anómalas princesas errabundas: la princesa del país de las mujeres pantera, la princesa del país tenebroso de las brujas, la princesa de la soledad, con su maquillaje de difunta y su vaso en la mano, a la espera de un caballero de corazón limpio y de limpio linaje que la libere de alguna maldición medieval escalofriante. En los bares habrá esquimales y chinos de pega, habrá magos, domadores de circo, trogloditas, mosqueteros… Pelucas afro, pelucas rojas, verdes, del color mismo del oro bruñido; empolvadas pelucas dieciochescas… Antifaces de pedrería, máscaras anatómicas de monstruo, de asesinado, de muñeco que contempla el horror…
Esta noche, a la calle. A jugar a no ser.

Hay quien supone que los disfraces revelan frustraciones de identidad, que son el indicativo freudiano de nuestros anhelos secretos. Una suposición arriesgada, se mire como se mire, porque, de ser eso así, podemos darnos cuenta de que nuestros amigos quisieran ser enloquecidas drag-queens, piratas temerarios, soldados de una guerra en el Oriente; de que nuestra novia alimenta el desconsuelo de no haber nacido cabaretera, de no haber nacido walkiria o teletubbie; de que nosotros mismo estamos psicológicamente machacados por el hecho de no haber sido el emperador de los austrohúngaros, o un gángster de alma gélida, o un trovador provenzal que tocase el laúd debajo del balcón de las doncellas soñadoras. Cualquiera sabe.

Como es noche de carnaval, hagamos filosofía de baratillo, metafísicas de todo a un euro. ¿Quiénes querríamos ser? ¿Qué extravagante forma de vida, distinta por completo a la que nos ha caído en suerte, alienta en lo más recóndito de nuestras quimeras, en nuestro trastero de quimeras?

Esta noche habrá por ahí gente disfrazada, fugitiva de sí. Porque la verdad es que te pones un traje, qué sé yo, de astronauta y es como si fueras otro, un astronauta heterodoxo y parlanchín que bebe gintonics sin parar y que intenta llevarse a la cama a una vampira, a una sultana de ojos entenebrados por el khol o a una mujer gato. Te pones un disfraz y parece como si huyeran de ti tus fantasmas, como si te lavasen por dentro, porque durante unas horas vas a poder ser quien nunca has sido, un fantoche de ti, caricatura alegre de tu ser, mamarracho que asume el no ser nada.

Esta noche, a la calle. De lo que sea. A sorprendernos de nuestra propia sombra reflejada en el asfalto regado de confeti.

Esta noche, a la calle. Que tiempo habrá de cuaresmas. Que tiempo habrá de ser nosotros mismos. Que tiempo habrá de ponerse el disfraz de todas las mañanas.


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sábado, 13 de febrero de 2010

EL MUÑECO DE CERA


La imagen de Jaime de Marichalar que se exhibía (iba a decir “que se veneraba”) en el Museo de Cera de Madrid está arrumbada desde el jueves en el almacén de los trastos, haciendo bulto con las de otras celebridades pasajeras caídas en desgracia: el batallón inmóvil de los mindundis repentinos. Las estrellas estrelladas.

Cuando cesó temporalmente su convivencia con la infanta, a Marichalar lo desplazaron a la sala taurina, donde se arrebujan, congelados en un gesto de triunfo, unos cuantos matadores más o menos célebres, incluido Jesulín de Ubrique, nada menos.

Y allí estaba él, el aún duque de Lugo, a salvo tras un burladero, con un abanico rojo en la mano para ahuyentar las sofocaciones, observando con sus ojos de cristal aquel revoltijo de adultos vestidos con pantis bordados en oro y pedrería, como si aquello fuese un desfile fantasioso de Galiano. ¿Qué daño hacía él allí, en aquella tarde de toros artificial?

Pero no: de la inmortalidad de la cera, en fin, al trastero, porque la vida es un asunto complicado: te acuestas con una corona ducal y con un muñecón tuyo en un museo y te levantas plebeyo y sin muñecón, como un cualquiera. A fin y al cabo, lo que han hecho los directivos del Museo de Cera con el muñeco de Marichalar es lo mismo que hicieron los españoles de la época con el abuelo del rey: darle el “arrivederci”, como quien dice. En esto de la monarquía lo mismo te ponen que te quitan, porque todos los tronos parecen tener ruedas. Si trabajas en la monarquía, siempre tienes un contrato temporal, y no hay sindicato que te salve como las cosas se tuerzan: a la calle, majestad. Y a la calle te vas con tu corona, a vivir en un exilio dorado o como poco de purpurina, ya que el exilio viene a ser algo así como el subsidio de paro de la realeza.
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A Marichalar lo han echado, en fin, de la familia real española y del Museo de Cera madrileño. Dos en uno. Lo primero, lo de la familia, va a tener mal arreglo a estas alturas, porque en los asuntos de amores no tiene mano ni el Papa, a no ser que sea para anular matrimonios en una modalidad de divorcio por lo sagrado, pero con lo del muñeco creo que se podría hacer algo de provecho todavía. No sé: donarlo a la peña de los amigos de la capa española, por ejemplo, en funciones de figurín emblemático. O mandárselo a su ex suegro para que practique con el rifle. O mejor todavía: regalárselo al propio Marichalar para que se lo lleve a su piso de soltero y le sirva como galán de noche, o para que se distraiga vistiéndolo como si fuera el Ken de la Barbie. Digo yo. Cualquier cosa mejor que tener a ese pobre muñeco en un trastero, cubriéndose de polvo y de olvido popular.
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Eso es lo malo que tienen, en fin, los muñecos de cera: que están hechos de una materia que se derrite.
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viernes, 5 de febrero de 2010

COLCHONES MORIBUNDOS




El género humano tiende a la asociación, generalmente como fórmula para dar un marco colectivo a nuestras exóticas manías particulares. Existen asociaciones de criadores de canarios canoros, de amigos de la capa española, de bebedores de moscatel… Existen asociaciones de casi todo, incluso asociaciones de asociaciones, porque a nadie le gusta andar por el mundo solitario y desasociado, a cuestas con el peso psicológico de su afición, sin poder repartir ese peso entre algunas mentes cómplices.

Por existir, existe la Asociación Española de la Cama, de la que todos nos haríamos socios si supiésemos cuáles son los trámites de inscripción, ya que nos cuesta trabajo imaginar la existencia de una Asociación de Enemigos de la Cama, aunque no deberíamos pasar por alto la opinión que al respecto puedan tener los fakires, claro está. Pero ¿quiénes son los promotores de esa mullida asociación conocida por ASOCAMA? ¿Será su presidente Joe Marmota, el vago de Minnesota, aquel personaje de tebeo que era capaz de dormirse incluso cuando no tenía sueño? El misterio se clarifica, en fin, de manera más bien decepcionante, porque los misterios acostumbran tener un buen arranque y un mal punto de llegada: se trata de una asociación integrada por fabricantes de colchones.

El lema de ASOCAMA resulta escalofriante: “Si tu colchón tiene más de diez años, no tienes colchón”. Es decir, los colchones mueren a los diez años, en plena infancia, cuando aún tienen por delante lo mejor de la vida. Los colchones mueren niños, y a los diez años y un día estamos durmiendo sobre un colchón muerto, sobre un cadáver de muelles difuntos, sobre una estructura fantasmal, porque el tiempo asesina a los colchones.

Cada diez años, tenemos que enterrar nuestro colchón, y con él enterramos muchas noches inquietas y muchas apacibles, muchas noches de insomnio y muchas de adentramiento en unos mundos psicodélicos, simbólicos, freudianos e inquietantes, conversando en sueños con zombies, desplazándonos a países descoyuntados, besando a muchachas sin rostro. Cada vez que muere nuestro colchón, se va con él la memoria de las noches de enfermedad, de las noches de sexo, de esas horas de lectura arañadas al tiempo de descanso por nuestro afán de aprender o de buscar un refugio amable en las ficciones ingeniosas.

Los colchones tienen algo de superficie embrujada, porque en ellos encuentra campo libre nuestro descontrolado subconsciente y porque siempre hay algo mágico en el hecho de soñar, de ser nosotros sin ser nosotros, de ponernos un pijama y emprender un viaje por el mundo oscuro, sobre un colchón que se muere un poco cada día, como tantas otras cosas.

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