domingo, 26 de agosto de 2012

LOS CINES QUE PERDIMOS


En las noches cálidas, la memoria se me fuga a los cines de verano, se sienta en una silla incómoda de hierro, se compra un cartucho de altramuces o de cotufas, un chicle Cosmos de goma negra y un refresco nunca demasiado frío –las neveras de hielo, con su olor a catacumba polar- y se aplica a disfrutar de unas ficciones protagonizadas por el Enmascarado de Plata, por el conde Drácula o por unos alienígenas con malas intenciones. Tengo hoy la memoria allí, en aquellos recintos que la especulación inmobiliaria fue llevándose por delante como entrenamiento para destrozos mayores. Los codiciosos no sólo pusieron empeño en destruir las franjas litorales, sino también los espacios mágicos, hechos de tan poca cosa: cuatro muros recubiertos de jazmineros y madreselvas, una barra rudimentaria de bar, un kiosquillo de golosinas arcaicas en el que la oferta de sabores no sobrepasaba la media docena. En mi pueblo llegaron a convivir seis cines de verano. No dejaron ni uno. Los especuladores inmobiliarios siempre han tenido, al fin y al cabo, la misma mentalidad que esos extraterrestres que venían por aquí para destruirnos el planeta, aunque los guionistas se apiadaban al final de los espectadores y acababan encontrando una fórmula redentora, cosa que no ocurrió con los invasores provenientes del planeta Ladrillo.

            Vampiros y ataúdes, aeronaves con seres de ojos grandes y vidriosos, el licántropo huyendo por un bosque de neblina… La memoria, ya digo, la tengo en este momento allí, repartida confusamente en los seis cines de verano que hubo en mi pueblo, en cuyos solares se alzaron bloques de pisos. Nadie acertó a proteger aquello, a pesar de que tal vez estaremos de acuerdo en que en la vida no sólo tienen valor de perdurabilidad las catedrales y los castillos. Yo, con la ayuda del mago Merlín, cambiaría el castillo medieval de mi pueblo por el Royal Cinema, pongamos por caso. Me serviría más ese cine que el castillo en cuestión, pero el caso es que el castillo lo restauraron y que el cine lo demolieron. A veces tenemos un concepto muy raro de lo primordial. Al alcalde de Tarifa, por no señalar a nadie en concreto, puede interesarle más la construcción de un complejo turístico en una playa virgen que la preservación de la pureza natural de esa playa, y con alcaldes así no hacen falta invasores ultragalácticos, lo que no deja de ser una tranquilidad, porque las invasiones de extraterrestres siempre acaban bien para nosotros, de acuerdo, pero, mientras sí y mientras no, lo pasamos fatal.

          Un baile grotesco de vampiros, un ring mejicano de luchadores, unos pistoleros en su odisea polvorienta… Cada verano, en fin, esta nostalgia irresoluble. Con lo sencillo que puede ser construir un paraíso artificial: un proyector, cuatro muros, unas plantas trepadoras, un kiosquillo y los ojos muy abiertos, sin perder puntada del prodigio inocente de los mundos imposibles…

(publicado ayer en la prensa)