martes, 29 de marzo de 2016

LA HORA ELÍPTICA



El domingo pasado tuvimos que adelantar una hora los relojes, porque incluso el Tiempo acaba siendo esclavo de las decisiones políticas, a las que todos nos debemos, seamos personas, seamos ganado ovino o vacuno o bien seamos abstracciones. No puedo presumir de ser lo que se dice un especialista en cambios horarios, todo lo contrario más bien, aunque supongo que existirán tantas razones para adelantar la hora como para dejarla como estaba, a pesar de que las razones en contra resultan ociosas a estas alturas: las 11 de la mañana son ya las 12 del mediodía, inexorablemente, hasta que nos den la contraorden de atrasar los relojes, allá por el otoño, que es precisamente cuando a uno le gustaría que el anochecer llegara más tardío, para aplazar un poco el efecto de esa melancolía sin porqué y sin alivio que suelen inocularnos las tinieblas durante las estaciones frías.

            Vive uno de repente en una especie de doble régimen temporal, no sólo porque cuesta habituarse a esta elipsis, a esta hora robada, borrada por decreto y de un plumazo de la historia general del tiempo, sino porque la pereza nos hace dejar en la hora antigua ese reloj de pared que queda altísimo, hasta que un día cojamos la escalera de mano para alguna otra cosa y adelantemos las manillas de ese reloj recalcitrante, marcador de una hora difunta, rezagado y absorto en su lógica de mecanismo invariable, ajeno al quita y pon que se traen los humanos con las horas. También seguirán marcando una hora anticuada esos relojes de pulsera que apenas usamos y que, no obstante, prosiguen su fiel tictac en el cajón de una cómoda o en el secreter de la mesilla de noche, y, cuando algún día saquemos alguno de ellos de su estuche, creeremos al pronto que se nos ha averiado, pero luego nos acordaremos del cambio primaveral de hora, y pensaremos en esa hora que jamás existió, y sincronizaremos entonces el reloj cimarrón con sus colegas vanguardistas.

            Los relojes llamados digitales merecen capítulo aparte, ¿verdad? Porque las manillas de un reloj de cuerda las movemos con facilidad y sin tener que pensar siquiera en cómo hacerlo, por un acto reflejo adquirido desde que nos regalaron nuestro primer reloj ruidoso, pero ¿cómo se adelanta un reloj digital? No creo que nadie se sepa eso de memoria, de modo que hay que recurrir al manual de instrucciones, y entonces surge un problema complementario: ¿dónde estará el manual de instrucciones del reloj? Revuelves media casa y, por fortuna, el manual aparece antes de verte obligado a revolver la otra mitad. “Estupendo”, dices, así que abres el manual de instrucciones, que viene en ocho idiomas, y, al leerlo en español, compruebas que lo mismo te daría leerlo en japonés, por la simple razón de que el manual instructivo de tu reloj digital de fabricación taiwanesa parece haberlo traducido un musulmán suní de Tayikistán emigrado a Kao-hsiung para aprender la lengua de Cervantes en la academia de idiomas clandestina de un turcumano. 

Y es que con el tiempo, en fin, conviene jugar lo menos posible, por si acaso. Por si acaso le da por jugar a correr más aprisa.

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domingo, 20 de marzo de 2016

DESDE SU YO



(Publicado ayer en prensa)
  
Para postularse como presidente de un país hay que tener un concepto muy alto de uno mismo. También cabe la posibilidad de que se tenga un concepto muy bajo del país, aunque eso suele mantenerse en secreto. En la valoración positiva de uno mismo hay grados, como en casi todo: desde la simple autoestima hasta la compleja egolatría, que viene a ser algo así como la interpretación barroca y sinfónica del yo, pasando por todos los matices que se nos ocurran, que sin duda no serán escasos. Por ejemplo, cuando Pablo Iglesias concedió una entrevista televisiva en su casa y recibió con la melena suelta a la periodista, le dijo: “Muy poca gente me ha visto con el pelo suelto. Eres una privilegiada”, y ahí delató más cosas de la cuenta. Desde entonces, ha concedido al país otros privilegios; entre ellos, el de desmelenarse simbólicamente en el Congreso para tildar de asesino al expresidente González o el de brindar al tendido de sol un Gobierno mixto con el PSOE a espaldas del PSOE. Y es que, cuando el ego se amplifica y se desata, ni siquiera el gestor del ego acierta a controlarlo, al ser su registro natural el del énfasis y la demasía, con los riesgos que conlleva esa acentuación orgullosa de la identidad.

            Hace unos días, Iglesias difundió una carta abierta, de entonación apostólica, a los militantes de Podemos. Su reclamo resultaba tan desconcertante como prometedor: “Defender la belleza”, que parece el lema de un certamen de Miss Universo o el título de la proclama estética de un poeta del romanticismo británico. En esa carta pastoral en versión laica se nos revela la condición de esa “belleza”, a saber: “Ninguna formación cuenta hoy con el tesoro con el que cuenta Podemos: la ilusión por la belleza de lo que estamos construyendo”. No sabe uno si la aplicación del concepto de “belleza” a un proyecto político resulta adecuada. Posiblemente no, pero, en su carta de tono henchido y a la vez delicuescente, Iglesias tiene el arrojo –sin duda involuntario- de incorporar a la política un componente inédito: la cursilería, que es un defecto que los cursis suelen considerar una virtud. Bien es verdad que algunos políticos nacionalistas tienden a adornar su discurso con elementos líricos referidos a la patria oprimida, a las emanaciones telúricas y todo eso, pero la cursilería, ya digo, puede considerarse una innovación, y les confieso que no me parece mal: el cursi puede mentir, pero nunca engaña, sobre todo si, como es el caso, acierta a contrapesar sus empalagos con una actitud de visionario iracundo. 

No puede uno saber si esa especie de bipolaridad responde a una personalidad compleja o a una personalidad calculada, pero, en cualquier caso, tanto da: la suya es la antigua fórmula del mesías que promete paraísos a la vez que amenaza con infiernos, que promueve mensajes edulcorados a la vez que chasquea el látigo para expulsar del templo a los mercaderes, sin la excepción –si se tercia- de sus correligionarios. Y es que hay algo de líder religioso en este líder político, y de ahí tal vez buena parte de su éxito, basado en el prestigio irracional de la promesa de una redención comunitaria de carácter expeditivo, sin renunciar siquiera a arrogarse el mayor martirio de todos los posibles: “En la historia reciente de España, jamás una fuerza política recibió tantos ataques”, que es algo que no sólo desmentirían las hemerotecas, sino también otros factores más abstractos: la lógica, la verdad y el sentido común.

            Hay demócratas peligrosos que consideran un peligro democrático a Iglesias y a los suyos. No. Qué disparate. El peligro sería que la sugestión colectiva, que de por sí puede ser bastante voluble, cayese del lado de la extrema derecha, que también promete paraísos, normalmente –y ahí está lo peligroso- sobre las ruinas de los paraísos frustrados. 
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domingo, 6 de marzo de 2016

POLÍTICA CAPILAR



La de político es una profesión de alto riesgo: incluso un bote de gomina puede convertirse en un enemigo imprevisto. La noticia es ya antigua, de hace más de una semana, pero les confieso que sigue rondándome: en un momento de iluminación gubernativa y de dandismo ingobernable, el alcalde de Zaragoza tuvo la ocurrencia de mezclar la política con la cosmética y cargó al consistorio el gasto de un bote de gomina, con el argumento de que tiene que estar “presentable y decente”, sin pararse tal vez a pensar que la condición de “presentable” es de orden estético y que la condición de “decente” es un atributo de orden moral que poco tiene que ver la gomina. 

Como no suele haber desmán sin precedente, al ser nuestro mundo un lugar muy viejo y muy baqueteado, ya en 1998 el entonces alcalde de León, del PP, endosó al Ayuntamiento una factura de 13,82 euros por cinco botes de ese mismo producto. El de Zaragoza en Común ha cargado 15,90 euros por un solo bote, lo que nos da idea no sólo de lo que ha subido de precio la gomina, sino también de lo poco que ha subido el sentido común de nuestros gobernantes. Hay que reconocer, en su descargo, que el alcalde maño ha alegado que ha pagado de su bolsillo el cepillo de dientes que tiene en las dependencias oficiales, e incluso se ha mostrado dispuesto a someterse al martirio económico de pagarse el papel higiénico. Eso está bien, pero no hay que llegar a tanto, siquiera sea para no mezclar la cabeza con el culo, por mucho que a veces no sepamos de cuál de ambos sitios ha salido una decisión municipal.

            En un país en que el grado de corrupción se cuenta por miles de millones de euros, lo del bote de gomina no pasa de ser una humorada, con su punto incluso de ternura ingenua: la gomina como complemento indispensable de la alcaldía. (“Porque yo lo valgo”.) Pero hay ocasiones en que la corrupción no se cuenta en billetes, sino en alteraciones del pensamiento: si un alcalde considera que el gasto en gomina está “plenamente justificado”, tiene un problema de apariencia ridícula, pero de esencia grave: ignorar los límites de lo personal y de lo público. Y ahí suelen empezar los líos, ya sea para cobrar una comisión del 3% o para cargar como gasto institucional un bote de fijador.

            Siempre será preferible que nuestros políticos nos sisen gomina en vez de carretadas de dinero, por mucha que sea a estas alturas nuestra resignación con respecto a lo segundo. Pero sería de agradecer que quienes se postulan como gobernantes lo hagan desde una reflexión previa, una reflexión en la que lleguen a plantearse, desde un plano metafísico, si la gomina es o no un componente municipal, y de ahí para arriba. Y es que, con lo complicada que es la vida de por sí, no podemos estar alimentando la sospecha cada vez que veamos a un alcalde con el pelo engominado. Una sospecha incolora y pegajosa. Con su brillo presuntamente delator.

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viernes, 4 de marzo de 2016

(Respuestas a la entrevista que me hizo Lauren García a propósito de la publicación de Las formas de la luna y que se publicó ayer en La Nueva España.)



Con el paso de los años, ¿se le afianza un criterio propio a la hora de establecer un canon de su poesía?

-El paso del tiempo suele traer menos certezas que incertidumbres. La relación que uno mantiene con lo que ha escrito no sólo es conflictiva, sino también inestable. Hay poemas que en principio te resultaban secundarios y que a la larga potencian su significación privada, y al revés. Una obra literaria es un organismo cambiante que actúa además sobre el ente mudable que la escribió.

Podríamos hablar de una primera parte de su poesía más influida por un corte bohemio….

Bueno, bohemio tal vez sea mucho decir. Fui un joven que salía mucho de noche, como casi todos. Y me gustaban los maudits franceses y los modernistas hispánicos, con su decadentismo y sus cadencias alejandrinas. Pero le aseguro que nunca llegué a tomar absenta ni a pedir dinero prestado a nadie, y me temo que eso me inhabilita como bohemio en sentido estricto.

Después fue apareciendo un componente más metafísico y meditativo…

-Eso lo impone la edad, supongo. La juventud es fundamentalmente acción. La madurez propone pactos más abstractos con tu pensamiento. Más abstractos y más complejos. Innecesariamente complejos tal vez, pero inevitablemente complejos. Por una cosa o por otra, en la vida se avanza poco. Tiene más de espiral que de camino.

¿Sirven las ausencias del mundo editorial para que el autor reflexione y no se repita?

Repetirse no es malo si la repetición es buena. Todos los autores tienen derecho de plagiarse a sí mismos, siempre y cuando el plagio esté a la altura del original; es decir, siempre que el autor esté a la altura de su rango. Se produce la paradoja de que exigimos a un autor que sea dueño de un estilo propio y, cuando lo consigue, le exigimos que no sea esclavo de su estilo. El problema tal vez no sea tanto la reproducción de una fórmula como la degradación de una fórmula.

¿Qué me puede adelantar acerca de la novela que se publicará en mayo?

Las novelas, si se resumen, siempre parecen una tontería. La mía trata de lo mismo que el Lazarillo o David Copperfield. Es decir, la invención de una conciencia a través de la invención de una vida.

¿Ha de partir la buena literatura del ingenio?

Depende de lo que entendamos por ingenio. Por sí mismo, el ingenio es un factor más, no un factor determinante de la escritura. Ser ingenioso lo mismo puede ser una virtud que un defecto. Más que ingenioso, creo que a un autor le conviene ser astutamente imprevisible. Y muy prudente con respecto al ingenio, que puede provocar hartazgo.

Ha conquistado un humor muy propio en su obra, ¿ha de moldear suavizar el mundo y la literatura?

Para mí el humor no consiste en hacer reír, sino en establecer con la realidad una relación razonable y equilibrada. Una relación de distanciamiento que me permita interpretarla con más cercanía. La solemnidad te lleva por lo general a la grandilocuencia y al tremendismo. La vida es fascinante y a menudo puede resultar terrible, pero también es bastante absurda y ridícula. Si prescindimos del humor, le mutilamos la mitad.

¿Qué postura ha de adoptar el escritor ante la calamitosa realidad actual?

La que cada cual considere oportuna. Tengo la suerte de escribir artículos de opinión en periódicos. Por ahí me aplico a ponerme los incidentes de esa realidad en claro, dentro de lo que cabe, que nunca es mucho.
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