viernes, 30 de septiembre de 2011

EL SUEÑO












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Resulta lógico que casi todos los animales durmamos, ya sea de noche o de día, según nuestro sistema peculiar de depredación o de lo que sea, pero lo que no resulta lógico -ni tal vez aceptable- es que tengamos que soñar mientras dormimos. ¿Para qué sirve un sueño si no eres un oniromante como Artemidoro o como Sigmund Freud? Para nada, y la mayoría de las veces para pasar un mal rato.

Nos dormimos cuando el cuerpo se nos vence, y se supone que dormimos para descansar, aunque la mayoría de las veces nos despertamos más agotados que cuando cerramos los ojos, porque los sueños nos han trasladado a junglas difíciles, nos han hecho viajar en globo aerostático, nos han brindado la ficción de ser perseguidos por un tigre o nos han arrojado a un abismo, entre otras acrobacias. El guión de los sueños suele ser proclive a las acciones de alto riesgo, y no conozco a nadie que haya soñado que duerme tranquilamente en su cama, que sería al fin y al cabo el sueño idóneo.

El concepto de pesadilla define la condición infernal del sueño, lo que no quita que todo sueño sea infernal a su manera, pues no existe sueño que no parezca ser guiado por mano diabólica. Incluso el aventurado que sueña con su actriz predilecta acaba afligido a los dos o tres segundos de despertar, cuando comprueba que todo fue una fantasía sin más fundamento que la frustración, y entonces puede caer en la pesadilla de la vigilia, y ensombrecerse mucho por dentro, porque se da la circunstancia de que no hay sueños imposibles, al poderse soñar en teoría con todo, pero resulta que el hecho de soñar un sueño imposible tiene el efecto paradójico de evidenciar su imposibilidad.

La capacidad de soñar debería ser algo insólito, reservado a los magos y hechiceros de la tribu y negado a la gente corriente. “Ese sueña”, diríamos con respeto, con asombro y con algo de conmiseración. De ser así, podrían montarse espectáculos con los soñadores, que contarían a los durmientes puros sus peripecias oníricas: “Anoche soñé que cruzaba un puente líquido y me topé de frente con un dragón tricéfalo que resultó ser el alma en pena de mi tío Camilo, el que se fue a vivir a La Pampa argentina y regresó de allí con cinco dientes de oro. Cuando le dije que era su sobrino, el dragón se transformó en Uri Geller, el que doblaba las cucharas, que se empeñó en invitarme a tomar el té en el castillo del conde Drácula…”. Y la gente aplaudiría tras la narración de los disparates.

Conocí a un hombre que vivía mortificado por los sueños, pues no lograba olvidarlos, que es lo que solemos hacer casi todos incluso antes de despertar. Recordaba, uno por uno, todos sus sueños, o eso decía. Visitó a médicos de muchas especialidades, aunque ninguno supo librarle de su padecimiento. Murió hace un par de meses, con los ojos muy saturados de horrores aleatorios. Sus últimas palabras fueron: “Ojalá el sueño eterno no sea eterno”. Ojalá.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

EL LETRERO DEL DOCTOR DE PEPPO


En Lucera, un pueblo italiano -bonito, descacharrado y triste- de la región de Apulia, de pronto, al lado de la pulcra plaza del Duomo, este reclamo inquietante, porque calcula uno que el doctor De Peppo curará ya pocas cosas, aunque ahí sigue el cartel de su negocio, oxidado y artesanal, con la misma tenacidad que las ruinas clásicas, rotulado por alguien con poco pulso quirúrgico, desde luego.

lunes, 26 de septiembre de 2011

RONDA BANAL DE SUPLEMENTOS





1.

En Babelia, en esa página 3 que dedican a ofrecernos una fotografía artística de un artista en su lugar de trabajo, venía anteayer M. R., en actitud de mirar más o menos hacia el infinito desde su “céntrico piso” coruñés, según precisa el periodista Estévez. El periodista Estévez destacaba en titular que el autor gallego “trabaja en soledad en su casa de A Coruña”. Cabe deducir que los demás escritores trabajan rodeados de la tuna.

2.

En el suplemento cultural de Abc, por su parte, el habitualmente desahogado Andrés Ibáñez abre su artículo con esta aseveración preocupante: “No sé si estarán de acuerdo conmigo, pero vivimos en una época en la que NADA FUNCIONA. Es decir (aclaramos), no es que las cosas no funcionen, sino que las cosas que antes funcionaban o las cosas que siempre habían funcionado, de pronto ya no funcionan. Por “cosas” entiendo todo tipo de cosas, tales como: leyes, ideas, principios, máquinas, sistemas, procesos, estilos, soluciones, modos de comportamiento, hábitos, etc.”.

...Y olé, como si dijéramos. (Insuperable quizá ese “Por cosas entiendo todo tipo de cosas”, que le envidiaría el mismísimo J.M.)

3.

El problema de saber mucho es que puede acabar uno creyendo que sabe de todo.

En Babelia, el profesor Mainer señala como paradigmas de poetas malditos y menospreciados a Aníbal Núñez y a Diego Jesús Jiménez. Cabe suponer que cada cosa irá por su lado: que el “maldito” sería Núñez y que el “menospreciado” sería Jiménez (que obtuvo el premio Adonais, el premio de la Crítica y, en dos ocasiones, el premio Nacional de Literatura, pongamos por caso), porque hasta grima da imaginar que ambos tuvieran la mala suerte de padecer esas dos calamidades en el espacio breve de una vida.

Es curioso: si tienes la desgracia de morirte de una enfermedad derivada -así sea tangencialmente- de una adicción a la heroína, no eres un infeliz, sino un poeta maldito, con el aura turbia de los espíritus superiores, indóciles al mundo; si te mueres, en cambio, de un cáncer de hígado, no pasas de ser un pequeñoburgués.

Hay enfermedades más o menos prestigiosas para un escritor, según parece. Habría que establecer un canon al respecto -y nadie mejor que Mainer para ese fin-, para calibrar uno de qué le convendría morirse.

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lunes, 19 de septiembre de 2011

DICCIONARIOS


Hay diccionarios de todo. O –seamos prudentes- de casi todo. (Por haber, hay diccionarios de diccionarios.) Diccionarios de mitología, de escuelas de pensamiento, etimológicos, de dudas, de términos literarios, fraseológicos, de esoterismo, de sueños, de personajes literarios, de celebridades históricas, de cocina, de filosofía, de sinónimos y antónimos, de parapsicología… Se trata de un mercado muy surtido, y está muy bien que sea así, porque no hay grado de sabiduría que logre superar nuestro grado de ignorancia.

Decía Platón, en un día de optimismo genuinamente platónico, que aprender es recordar, pero es posible que la condición indispensable para aprender sea más bien la de ignorar, aunque se da la paradoja de que, cuanto más aprendemos, más nos queda por aprender, al ser el de la consecución de la sabiduría una especie de trabajo de Sísifo. De ahí la confesión célebre de Sócrates, aquel desdichado suicida a la fuerza: “Sólo sé que no sé nada”, frase que suelen emplear con orgullo las personas ignorantes que buscan apoyaturas prestigiosas para hacer ostentación de su ignorancia.

Un diccionario de la lengua es un tesoro, hasta el punto de que como tal tesoro eran presentados algunos diccionarios antiguos por sus autores, conscientes de que hacían un regalo sin par al mundo.

Hay personas que, a la pregunta tonta de qué libro se llevarían a una isla desierta, responden que el Diccionario de la Real Academia Española. Como experimento no está mal, pero mucho me temo que tales personas acabarían medio locas o locas del todo, ya que la lectura sistemática de un diccionario, al no ser libro de lectura sino de consulta, no sólo nos advierte de nuestro porcentaje apabullante de desconocimiento de nuestra lengua, sino que además nos ofrece un catálogo exhaustivo de las cosas de la realidad, ya sean visibles o invisibles, ya abstractas o concretas, ya palpables o imaginarias, y lo que menos necesita un ser abandonado en una isla desierta es recordar todos los prodigios conceptuales o industriales que el género humano ha añadido al universo.

Contaba el poeta Ángel González la historia de un alemán al que se le metió entre ceja y ceja aprender el idioma español con la ayuda exclusiva del diccionario de la Academia, sin gramática ni maestros, y presumía el hombre de aprender cada día tres palabras, lo que al año suponía un millar largo de ellas y al decenio unas once mil. Al quinto año de ocupación tan pintoresca y afanosa, se le acercó un desconocido en un bar de Zamora para pedirle fuego y el alemán se lo dio con afabilidad, pues ni siquiera el más tacaño de los seres niega a nadie un poco de fuego. Entablaron conversación, y explicó el alemán al zamorano su método de aprendizaje de nuestro idioma, de lo que se admiró grandemente el nativo, pues, a ojo de cubero, dio por sentado que el foráneo manejaba más léxico que él. “En efecto”, dijo el alemán. “Tengo ya casi todo el diccionario aquí: en el culo”, y se señaló la frente, error que dejó aturdido al principio al zamorano y divertido luego.

Hasta la próxima.


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martes, 13 de septiembre de 2011

CHRISTINA STEAD


La editorial Pre-Textos acaba de publicar la novela El hombre que amaba a los niños, de la australiana Christina Stead (1902-1983), en traducción de Silvia Barbero. Una novela magnífica y de sabor raro: tierna y terrible, divertida y escalofriante.


http://www.pre-textos.com/escaparate/product_info.php?products_id=1320&osCsid=91a6q21iucsat9unusbuus7455

El prólogo es -con perdón- mío. Reproduzo aquí algunos fragmentos:

Muchas novelas sumergen al lector en una espiral de desdichas para aliviarle luego con un desenlace venturoso, con un final en que los azares favorables se armonizan para imponerse al caos que implica el infortunio. Es el esquema asimétrico -y a veces demasiado optimista- de buena parte de la novelística decimonónica, de casi todas las novelas románticas de kiosco y de la mayoría de los cuentos de hadas.

Me temo que esta novela es cualquier cosa menos un cuento de hadas.

Sam Pollit, nacido en una desenfadada familia de menesterosos, funcionario de medio pelo con grandes proyectos irrealizables, es un hombre de ideas vanidosas, un pensador megalómano, seguro de poseer la clave secreta -y tan sencilla- para redimir a la humanidad: exterminar al 90% de sus componentes.

Su mujer, de soltera Henrietta Collyer, nacida en una familia adinerada, posee toda la fuerza oscura de quien experimenta una angustia que le sobrepasa: es mezquina porque su destino es mezquino, es cruel porque es víctima de la crueldad, es insoportable porque, para empezar, no se soporta.

(...)

Sam Pollit es un hombre hecho a sí mismo y el ídolo ejemplar de sí mismo, una especie de duendecillo pequeñoburgués al que le gusta cantar, ensayar trabalenguas, imitar a su cómico favorito, jugar con los pequeños, someter la vida familiar a una disciplina entre castrense y puramente lunática y dar discursos elevados -y descabellados- a sus hijos y a cualquiera que le preste oídos. Es enemigo de las religiones y del consumo de alcohol, de la usura y del mal en todas sus manifestaciones posibles; es partidario ferviente, en cambio, de la conservación de la naturaleza, de la igualdad racial, de Roosevelt y del holocausto eugenésico.

Si Samuel Pollit es un hombre hecho a sí mismo, Henrietta es una mujer destruida a sí misma. Su matrimonio con el joven viudo Pollit arruina sus ilusiones románticas de muchachita bien de Baltimore: su príncipe azul acaba transformado en su bestia negra. Derrochadora y adversativa, confundida y maquinadora, negligente con los hijos y con las tareas domésticas, obsesionada por el dinero, asqueada de la pobreza y cansada de tener que asistir a su prole numerosa, Henny se muestra como un carácter enfático, con la vehemencia de la desesperación: dondequiera que ella esté, soplan vendavales de sombra.

Si dejamos al margen a los niños, que son las víctimas contiguas de este drama entre dos, esta novela promueve pocas simpatías hacia sus personajes. Tampoco odios, por odiosos que puedan resultar. Christina Stead tiene la habilidad de hacernos difícil el posicionamiento moral ante el matrimonio Pollit: tanto Sam como Henny son víctimas y verdugos, ambos son inocentes y culpables, los dos son crueles y dignos de compasión.

(...)

Christina Stead nació en Sydney en 1902 y murió en su ciudad natal en 1983, después de haber vivido en Inglaterra, Francia, Estados Unidos y muy fugazmente en España, que abandonó nada más estallar la guerra del 36. Se casó con el escritor y economista William J. Blake, que compartió con ella ideas marxistas. Su padre fue un biólogo marino y un pionero de las ideas conservacionistas de la naturaleza; la autora misma reconoció que Samuel Pollit es, en lo esencial, un trasunto de la figura paterna, pero ese detalle se deslinda del ámbito de la ficción, y El hombre que amaba a los niños es al fin y al cabo una novela, de modo que no creo que los lectores tengamos derecho a ir más allá de sus fronteras ilusorias, ni creo que tampoco nos interese de manera especial: al margen de sus modelo, Samuel Pollit es una afortunadísima creación literaria, porque no siempre un buen modelo hace un buen personaje.

(...)

Dispóngase el lector, en fin, a saborear un trago fuerte. Y amargo.


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viernes, 2 de septiembre de 2011

HUEVO


Hay muy pocas razones para que alguno de nosotros desee haber nacido gallina, pero creo que el aliciente principal para no desear ser gallina tiene que ver con la circunstancia pintoresca y atroz de que la gallina esté obligada por las leyes de la naturaleza a poner un huevo casi a diario. A nadie le gusta poner huevos, al menos que yo sepa. Ni siquiera a los loquitos que creen ser gallina, que los hay.

Se mire como se mire, hay un factor milagroso en el hecho de poner un huevo, pero lo más milagroso de todo es que el huevo no se rompa mientras la gallina aprieta para poner o deponer el huevo. Vas a la tienda, compras una docena de huevos, te los meten en una bolsa y, cuando llegas a casa, se han roto cuatro o cinco. Sin embargo, la gallina pone el huevo intacto y entero, por ese grado de malabarismo virtuosista que ha alcanzado con los músculos del ano.

Como las gallinas han perdido el don del vuelo, tienen que satisfacer su vanidad poniendo huevos a cualquier hora, habilidad que les ha valido la ruina. En efecto, gracias a su capacidad ponedora, las gallinas viven cautivas en jaulas individuales, dedicadas a poner huevos sin ton ni son, entre otras cosas para satisfacer la afición humana por la tortilla. Presas y explotadas, las gallinas suelen estar condenadas al insomnio, ya que viven en naves industriales iluminadas de forma ininterrumpida. Algunas gallinas optimistas piensan que viven en un afterhour, en una especie de macrodiscoteca en la que hay miles de gogós emplumadas metidas en jaulas, lo que no pasa de ser un espejismo psicológico con poco fundamento.

La imaginación humana ha llegado a soñar con una gallina que pone huevos de oro, pues está visto y comprobado que nuestra capacidad quimérica no tiene fondo ni límite, hasta el punto de mezclar factores de difícil armonización: la gallina en sí, el culo de la gallina, el huevo y el rey de los metales.

Si nos fijamos, las gallinas tienen ojos aterrados, y es posible que no les falten motivos, pues muy mala suele ser su vida desde el origen: vivir retorcidas dentro de un huevo y, con apenas conocimiento de los misterios del mundo, verse obligadas a romper el cascarón y lanzarse a la realidad con el único abrigo de una pelusa amarilla y de una madre que no para de poner huevos. A pesar de que el hecho de poner huevos es una actividad molesta y a su manera aterradora, podemos asegurar, no obstante, que la decadencia de la gallina como tal gallina comienza cuando deja de poner huevos. En cuanto el propietario de la gallina en cuestión se apercibe de tal circunstancia, la gallina tiene los días contados, y lo más frecuente es que acabe convirtiéndose en el ingrediente de un proceso casi alquímico: un pucherito de gallina.

En cuanto al huevo como categoría exenta, sólo puede merecer nuestro aplauso, pues son muchas las formas en que admite ser preparado para su consumo: desde el esplendor del huevo frito hasta la suprema golosina que constituye el llamado tocino de cielo. También se utilizaba antaño como elemento arrojadizo en funciones teatrales, pero esa es ya otra historia.


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LAS ROSAS BLANCAS

(Private words adressed to you in public)

Se marchitaron, pero aquí siguen...

(Y ese brillo inoportuno en el cuadro... Interprétese más como la luminiscencia de un ectoplasma que como un defecto fotográfico.)