ACUARELA DE CÁDIZ
En el Cádiz viejo no se oye el mar, pero parece retumbar en el subsuelo, fluir en lo hondo y más oculto, correr bajo las calles entre ruinas fenicias, entre estatuas romanas de mármol verdinoso, en una especie de estampa de surrealismo metafísico: un mundo subacuático de capiteles y peces, de algas y columnas, de caracolas y sarcófagos, de náufragos de quién sabe cuándo y de ánforas de quién sabe cuándo, de cañones con costra de siglos, de túneles.
En el Cádiz viejo no se oye el mar, pero parece retumbar en el subsuelo, fluir en lo hondo y más oculto, correr bajo las calles entre ruinas fenicias, entre estatuas romanas de mármol verdinoso, en una especie de estampa de surrealismo metafísico: un mundo subacuático de capiteles y peces, de algas y columnas, de caracolas y sarcófagos, de náufragos de quién sabe cuándo y de ánforas de quién sabe cuándo, de cañones con costra de siglos, de túneles.
(¿Fantasías sin fundamento? Claro que sí, pero de eso se trata: las ciudades que merecen la pena nos vuelven fantasiosos, porque no acaban en sí mismas: las pensamos. De modo que sigue uno con sus fantasías, que al fin y al cabo no son sino realidades que buscan entretenimiento en el ámbito de la conjetura…)
Parece Cádiz una ciudad de cimientos huecos, construida sobre el agua, y de ahí que dé la impresión de presentársenos tan liviana y etérea, tan fundida con el aire, tan a pique de desmoronarse como se desmorona la piedra ostionera, muy poco a poco; esa piedra ostionera de los muros de las casas gaditanas que viene a ser el bajorrelieve de la vida del mar: sus siluetas de crustáceos, sus reflejos nacarados...
Cádiz es un laberinto que hay que recorrer mirando hacia arriba. (Las perspectivas imposibles. Las fachadas suntuosas que nadie puede ver. Las balconadas que casi se tocan, frente a frente. Las torres ocultas) Y, de pronto, el espacio se abre: plazas de San Antonio, de Mina, de San Juan de Dios… Y allí la ciudad respira, y derrocha luz, antes de que el paseo nos reingrese en el claroscuro del laberinto. Ese paseo que puede llevarnos a la Alameda Apodaca, con su azulejería imprevistamente trianera y con su aire –a la vez- de espacio decimonónico de ultramar, de parasol y calesa, con sus ficus gigantescos de tronco gótico, con su balaustrada sobre la bahía, con las aguas cambiantes, sometido su color al viento que sople. O pueden llevarnos los pasos al barrio del Pópulo, donde Cádiz se vuelve una espiral, recogida y enredada, entre columnas salomónicas y ruinas de Roma, y salir a la plaza de esa catedral de piedra blancuzca y de cúpula amarilla, y seguir hacia la plaza llamada de las Flores, donde todo son colores y olores mezclados de flor, de café y de churros, y detenerse en el mercado de abastos, donde los pescaderos exhiben el género con la misma ostentación que los joyeros el suyo, y de allí seguir por la calle Columela, entre el bullicio que le dan los muchos comercios, y subir luego, qué sé yo, a la plaza de San Francisco, tan parisina, con su Hotel de Francia-París y su Café Parisién, para corroborar y acentuar su aire afrancesado, y darse una vuelta por la Plaza Mina, tan parecidísima, sin parecerse en nada, a la Plaza de Armas de La Habana, y asomarse a la plaza de la Candelaria, tan modernista, tan caribeña y tan decimonónica, y… Bueno, la ruta que se trace uno o que trace el azar, que es al fin y al cabo el mejor baedeker.
Pero Cádiz no es sólo un delicado y portentoso paisaje urbano, claro está, sino también un insólito paisaje humano: esos comerciantes que tienen siempre una frase con golpe de ingenio en la boca, y a los que acabas comprándoles alguna cosa más porque sí que por necesidad de lo que les compras, porque te han hecho cómplice de una risa, y eso no tiene precio; esas vendedoras de lotería clandestina en el barrio al que llaman La Viña, popular y marinero, donde la ciudad pierde su esplendor dieciochesco y decimonónico y las casas son pequeñas y bajas, con portales que se caen a veces a pedazos, porque allí la vida aprieta; esos hombres de aspecto formal que, luego, cuando llegan los carnavales, se disfrazan de la cosa más impensable y se echan a cantar por los callejones a quien quiera escuchar sus ocurrencias, con rimas que despiertan la carcajada…
La vieja Cádiz es bulliciosa durante el día y casi fantasmagórica en cuanto cae la noche. Se queda entonces la ciudad vacía, para quien la quiera, para quien quiera oír el eco de sus propios pasos por las calles, por plazas recoletas en las que conviven las estatuas con las palomas duermeveladas. ¿Una ciudad dormida? Más bien una ciudad sonámbula, una ciudad que parece navegar muy lenta, guiada por la luna, mar adentro, para volver a sí misma en cuanto amanezca, en cuanto las azoteas vayan tiñéndose de blancura, en cuanto las ventanas empiecen a abrirse, en cuanto lleguen a los puestos las cajas de pescado, rebosantes de hielo hecho confeti; en cuanto unos salgan a trabajar y otros, los pequeños, a aprender las cosas del mundo. Y ya entonces el escenario se puebla, como todos los días. Y todo vuelve a su ser, como todos los días.
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