domingo, 27 de febrero de 2011

EL POLLO FUGITIVO


Lo peor que puede pasarle a uno en este mundo es nacer pollo. Bueno, puede haber algo peor: nacer pollo y tener la misma inteligencia que un pulpo, pongamos por caso, porque la verdad es que los pollos no andan muy allá en cuestiones de comprensión y discernimiento, quizá porque demasiada tarea intelectual padecen por el simple hecho de asumir que son pollos. Naces pollo, en fin, y te pasas la vida absorto y meditabundo, sumido en cavilaciones, intentando buscarle un sentido trascendental al hecho de ser pollo, aunque al final te das cuenta de que ser pollo no tiene trascendencia alguna y que lo más probable es que te coman frito al estilo de Kentucky o en pepitoria. De ahí el drama esencial del pollo.

Hace unos días leíamos la noticia de que un pollo se había escapado de una granja de Soria. Dicho así, parece una hazaña trivial, pero hay que tener en cuenta que las granjas avícolas suelen disponer de más medidas de seguridad que Guantánamo. No se sabe cómo, el pollo burló a sus vigilantes, echó a correr por aquellos campos de reminiscencias machadianas y llegó a Madrid, donde vivió su peculiar aventura de prófugo.

Como saben, el pollo fugitivo entró en una entidad bancaria y, al rato de observar los trajines propios de esos comercios, le atormentó una paradoja: una multitud de pobres confiaba sus ahorros a una minoría de ricos para que los ricos fuesen más ricos y ellos igual de pobres. Según testigos presenciales (¿puede haber testigos ausentes?), el pollo salió de la sucursal con lágrimas en los ojos, que, a falta de pañuelo, se secaba con el ala derecha.

En su ruta azarosa, entró en el Congreso de los Diputados, donde el presidente de aquella institución, al confundirlo con un diplomático de un país exótico, le regaló un ejemplar de la Constitución de 1812. “La piel de la encuadernación es de vaca, no de pollo”, le tranquilizó el susodicho presidente, y el pollo suspiró, porque lo único que les falta a los de su especie es que, en estos tiempos de ahorros y miserias, encuadernen los libros con piel de pollo o de gallina. Con su libro bajo el ala, salió el pollo del Congreso y se encaminó a la llamada Puerta del Sol, donde un espabilado le propuso un trueque: una bolsita de alpiste a cambio del libro. El pollo, que no había desayunado, accedió de buen grado.

Anduvo el pollo, en fin, de aquí para allá, tomando nota mental de todo por si algún día le daba por escribir una “Guía turística de Madrid para pollos”. Hasta que tuvo la mala suerte de entrar en un MacDonald´s y le preguntó al camarero si había trabajo para él. “Por supuesto que sí. Pasa a la cocina”, y allí acabó la odisea del fugado.

Les cuento esta historia trágica del pollo de Soria para que no caiga, como tantas otras, en el olvido.

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viernes, 18 de febrero de 2011

NABOKOV Y LAS MARIPOSAS ERRANTES

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The New York Times da la información: los nuevos métodos científicos corroboran la hipótesis de Vladimir Nabokov de que las mariposas azules llegaron a América desde Asia. En su día, los entomólogos se tomaron a chacota la hipótesis de aquel entomólogo autodidacta: "¡Ensueños de poeta!". Sí, bueno, pues ahí está ahora el resultado de esos ensueños.

Para celebrarlo (aunque confieso que las mariposas, incluidas las azules, no son mi mayor preocupación), va un poema de Nabokov que traduje hace años:

U N

D E S C U B R I M I E N T O


En tierra legendaria, todo rocas, lavanda

y alta yerba, la encontré,

sobre un barrizal al lado de un arroyo

inaccesible, en un paso de montaña.


Para la ciencia, sus rasgos eran nuevos:

forma y tonalidad, esa especial coloración

de resplandor lunar que atenuaba sus azules,

el abdomen pardusco, los flancos de geométricos diseños.


Han desenmascarado su esculpido sexo mis agujas;

el tejido muerto no podía ya ocultar

esa valiosa mota que ahora riza la lágrima

convexa y límpida que resbala por el portaobjetos iluminado.


Al apretar levemente un tornillo, dos antenas ambarinas

emergen de la niebla y se arquean en simetría perfecta,

y escamas como trozos de amatista

cruzan la circunferencia mágica del microscopio.


Versado en latín taxonómico, fui su descubridor

y le di nombre, y así me convertí

en padrino de un insecto y el primero en describirlo.

Ya ninguna otra fama me interesa.


Con las alas extendidas, traspasada por un alfiler

(aunque profundamente dormida),

a salvo del asedio de parientes y del moho,

en la fortaleza aislada en que guardamos

los especímenes de cada especie, trascenderá al polvo que la forma.


Oscuras pinturas, tronos, piedras que besan los peregrinos,

poemas que perduran un milenio

tan sólo imitan la inmortalidad

de esta etiqueta roja al pie de una pequeña mariposa.

(1943)


domingo, 13 de febrero de 2011

NUEVOS ARISTÓCRATAS


Las apariencias tienen la facultad de ser cambiantes, las esencias quizá no tanto. En sus buenos tiempos, la nobleza imponía a la plebe la tasa de los tributos no en función de los intereses de la plebe, claro está, sino en función de las necesidades de la propia nobleza para mantenerse como estamento privilegiado. En sus buenos tiempos, la nobleza presidía los festejos que le apetecía presidir. En sus buenos tiempos, la nobleza tenía muy claro que los signos externos de grandeza eran algo más que signos externos. En sus buenos tiempos, la nobleza, en fin, mantenía las distancias, porque su subsistencia dependía en gran parte de esas distancias: el mantenimiento de un rango ilusorio para poder mantener un rango con beneficios prácticos.

En nuestros días, los aristócratas tradicionales han quedado como mucho para alquilar su título nobiliario a las empresas bodegueras, de modo que un conde o un marqués nos suena hoy a marca de vino tinto. Y es que, como decía, las apariencias cambian: los nuevos aristócratas no ostentan un título de marqués o de duque, sino un cargo político. Ellos se guisan y se comen sus privilegios, ellos imponen a la nueva modalidad de plebe las tasas necesarias para poder sostener el entramado burocrático que les permite el ejercicio de sus funciones filantrópicas, ellos se alían con los otros estamentos de poder para armonizar no el tejido social, sino el tejido de las altas jerarquías; ellos ocupan ahora los sitios de honor en los festejos, y gratis, porque no conoce uno a ningún político que no vaya de gañote a casi todas partes. Y así sucesivamente.

Un parlamentario catalán acaba de alarmarnos del riesgo de que, si se suprimen los privilegios de casta de los políticos, la función pública quede en manos de funcionarios y de pobres. Un ministro nos adoctrinaba hace poco de que los expresidentes de gobierno pueden y deben conciliar el cobro de un sueldo público y de un sueldo privado, ya que dedicaron años muy valiosos de su vida a manejar el timón incierto del país, no como los mineros o los albañiles, por ejemplo, que se limitan a dedicar los años más valiosos de su vida a hacer cruceros por el Caribe.

Según parece, los políticos están haciéndonos un favor, porque podrían dedicarse a actividades más rentables que la de salvar a diario el país, y ese sacrificio suyo se topa con la incomprensión de la plebe, que no acaba de asumir de buen grado que la clase política sea precisamente eso: una clase.

El propietario de Ikea (que, según dicen, es uno de los hombres más ricos de nuestro planeta de pobres) acude cada mañana en metro a su trabajo. Aquí, cualquier concejal de distrito no puede vivir sin coche oficial, por dos motivos de apariencia contradictoria: porque no es sueco y porque resulta muy cómodo hacerse el sueco.


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lunes, 7 de febrero de 2011

CONCURSANTES ETERNOS


Entre cosa y cosa, nos pasamos la vida concursando, compitiendo. Incluso desde antes de nacer ya andamos metidos en una competición a vida o muerte, y nunca mejor dicho: estamos aquí de pura chiripa, gracias a que nuestro socio espermatozoide llegó el primero al óvulo, entre miles de contrincantes empeñados en pegarle un picotazo germinal al óvulo en cuestión. Nuestro espermatozoide ganó la carrera, y miles de colegas suyos se quedaron por el camino, desnortados, con cara de póquer, sin entender muy bien qué había podido fallar, porque ellos no hicieron más que salir embalados, sin distraerse, sin pensar en otra cosa que no fuese el óvulo, el picotazo, con un firme sentido del deber genético.

En el colegio, competimos en sabiduría con los demás aspirantes a la sabiduría, y nos ponen incluso nota, para que podamos enorgullecernos de nosotros mismos o bien sentirnos humillados, aunque eso en el fondo es lo de menos, porque donde en realidad compiten los colegiales es en el terreno deportivo, formando equipos que ganan copas plateadas o que se beben la copa amargosa del fracaso.

Cuando alguien termina una carrera universitaria, se ve obligado por lo general a preparar oposiciones, que viene a ser una despiadada competición mental, una apuesta bien fuerte, porque lo que está en juego no es sólo el futuro, sino también el presente inmediato: no puedes hipotecarte si no tienes nómina. Y venga temarios, y venga café, y venga machacarte la memoria. Y luego a competir con miles de tipos que han tenido la misma ocurrencia que tú, que se han bebido los mismos litros de café que tú, que están igual de pálidos que tú porque no han visto el sol durante muchos meses.

Haga uno lo que haga, se dedique a lo que se dedique, está siempre concursando o compitiendo, porque la vida la hemos estructurado como un concurso o como una competición. A veces, competimos contra nosotros mismos, avivando nuestra ambición y nuestra estima, hipnotizándonos ante el espejo: “Puedes aspirar a más. Tú puedes aspirar a más”. Y te pones a aspirar a más. Y compites con la comodidad y con la desgana, porque sabes que puedes aspirar a más, a ser más, a ser tu mega-yo, tu propio superhéroe, tu propio ídolo, un tipo admirable que luchó contra sí mismo para aspirar a más, porque un día decidió aspirar a más. A más. A un poco más.

Y, cuando ya eres más, un poco más, tienes que mantenerte ahí, según avisa uno de esos miles de tópicos ramplones que pasan por ser dogmas: “Lo difícil no es llegar, sino mantenerse”. Y te pasas la vida manteniéndote, manteniéndote ahí arriba, para que ningún otro ambicioso te desplace de tus alturas, esas alturas alcanzadas con sudor y sacrificio, porque tuviste el coraje de aspirar a más. A un poco más. Y ahí andas, defendiéndote, defendiendo tu territorio conquistado, tu parcela de universo, tu aspiración cumplida, porque muchos otros la ansían, esos otros que también han tenido la idea luminosa de aspirar a más, a costa de lo que sea.

Nos pasamos la vida compitiendo. Nos pasamos la vida concursando. Por encima incluso de nosotros mismos. Y luego, el día menos pensado, nos morimos. Pero para eso hemos inventado el remedio de la inmortalidad. Y el juego sigue: infierno, paraíso o purgatorio. Y qué cansancio.