José Luis García Martín
(PUBLICADO EN ABC DE LAS ARTES Y LAS LETRAS, Nº 853
07 de junio de 2008)
PRIVILEGIO de los contemporáneos de cierta edad y alguna curiosidad, es haber podido seguir paso a paso la trayectoria de un escritor desde sus balbuceos adolescentes. A Felipe Benítez Reyes lo leo desde 1979, cuando publicó Estancia de la heredad, que pronto hizo desaparecer de su bibliografía, y cada vez que le leo «nueva admiración me da», para decirlo con el verso de Calderón. Solo se me ha atragantado dos veces, una con Humo, una novela que a él tampoco le gusta mucho (no en vano ganó uno de esos millonarios premios de Planeta), y otra con Los astrólogos errantes, su modernista y refitolera incursión en el teatro.
(PUBLICADO EN ABC DE LAS ARTES Y LAS LETRAS, Nº 853
07 de junio de 2008)
PRIVILEGIO de los contemporáneos de cierta edad y alguna curiosidad, es haber podido seguir paso a paso la trayectoria de un escritor desde sus balbuceos adolescentes. A Felipe Benítez Reyes lo leo desde 1979, cuando publicó Estancia de la heredad, que pronto hizo desaparecer de su bibliografía, y cada vez que le leo «nueva admiración me da», para decirlo con el verso de Calderón. Solo se me ha atragantado dos veces, una con Humo, una novela que a él tampoco le gusta mucho (no en vano ganó uno de esos millonarios premios de Planeta), y otra con Los astrólogos errantes, su modernista y refitolera incursión en el teatro.
Ahora publica Laboratorio de irrealidades (Diputación de Cádiz), una antología general que algo tiene de parque de atracciones y catálogo de magias. Pocos escritores, quizá solo Borges, pueden permitirse una hazaña así: ofrecer una muestra de todos sus libros, en orden cronológico, mezclando prosa y verso, sin distinguir obras mayores y menores, y sin que el interés, la maravilla, el asombro decaigan.
Incluso para el lector adicto que ha procurado no perderse ninguno de sus libros este magno volumen resulta novedoso. El autor lo enriquece con un prólogo divagatoriamente autobiográfico y con una entradilla a cada título. En algunos casos -la que precede a La maleta del náufrago, por ejemplo- valen como un capítulo más, y nunca falta en ellas un desplante o una volatería que las salva de su papel ancilar.
Pocos escritores con tanta variedad de tonos, con tantos registros como Benítez Reyes. Es un humorista capaz de la ironía más sutil y de la gamberra, ácrata carcajada que nada respeta. Es el mejor heredero de los jardines y flautas simbolistas y es también un continuador de la tradición del esperpento, sin incurrir en pastiches valleinclanescos. Y sabe hablar de literatura -nadie ha retratado mejor a Chesterton, Nabokov o Auden- sin dejar de hacer literatura, sin pedantes resabios profesorales.
Ni una línea ha escrito Benítez Reyes que no sea inequívocamente suya. De pocos escritores se puede decir lo mismo. Admirables resultan sus obras mayores -los poemas de El equipaje abierto, la novela El novio del mundo, que busca el circense más difícil todavía en cada capítulo, las prosas falsa y esencialmente autobiográficas de La propiedad del paraíso-, pero no menos lo son colecciones de artículos como Papel de envoltorio, áureos doblones disfrazados de diaria calderilla.
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