sábado, 30 de abril de 2011

CORRECTORES


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En la revista PAISAJES, esa que distribuyen en los trenes, salió, en el número de abril, un reportaje mío. El planteamiento que me proponian resultaba bastante absurdo: el río Tinto, las marismas del Guadalquivir, Cádiz y Huelva... Todo mezclado. Como si a alguien le proponen un reportaje conjunto, no sé, sobre Albacete y Vigo, poco más o menos.


Dije que no, porque esos encargos acaban dando más jaleo de la cuenta, y además ando en otras cosas. Me insistieron y, al final, lo hice, conjugando como mejor supe, que no fue mucho.

Mi estupor viene ahora, cuando lo leo publicado: algún espabilado, o espabilada, ha metido mano en mis textos, trastornando frases, añadiendo o suprimiendo comas y permitiéndose incluso el adorno estilístico de algunos errores gramaticales graves.

Y ahí queda uno, en fin, como firmante y responsable de los errores de un botarate anónimo.

Y es que los denominados "correctores de estilo" -generalmente becarios con la ESO aprobada por los pelos- suelen tener más peligro que un mono con una navaja. Si les pierdes el control en algún proceso de la edición de un texto, cruza los dedos.

Me acuerdo de un corrector de estilo que se empeñó en cambiarme la palabra "azotea" por "terrado", porque él era catalán; de un corrector argentino que me proponía cambiar "coger" por "prender" (porque, allá, el hecho inocente de "coger conchas en la playa" tira a porno), aunque la novela no iba a publicarse en su país, sino en el mío, y de una iluminada correctora que en una novela me cambió "sisar" por "sisear" sin consultármelo siquiera -porque en esos casos el autor es lo de menos- y sin consultar el diccionario... Y por supuesto luego vino el maestrillo Senabre a señalar mi escandalosa confusión.

Bastante tiene uno con los errores propios como para cargar encima con los ajenos aplicados a lo propio.

(Quede esto, en fin, como desahogo privado, impropio de ser publicitado, porque hasta vergüenza da. Pero...)


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jueves, 28 de abril de 2011

PREMIO BEATÍFICO

La editorial Anaya convoca un premio de literatura infantil y juvenil. En el encabezado de las bases se lee: "La obra ganadora deberá contribuir a formar la personalidad de los lectores, promover su integración social y difundir los valores propios de una sociedad democrática".

En este premio tendrían pocas probabilidades de éxito novelas como El guardián entre el centeno o La isla del tesoro (a no ser que a John Silver se le considere un difusor de los valores democráticos entendidos a la manera valenciana, por ejemplo).

Le extraña a uno, en fin, que la obra ganadora no se limite a la aspiración de difundir los valores literarios, que lo demás ya vendrá por sí solo, en el caso de que tuviera que venir.

La beatería laica está muy bien, pero no deja de ser beatería. Y toda manifestación de beatería provoca, no sé, una extraña vergüenza ajena.

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domingo, 24 de abril de 2011

BOTELLA

Una botella es siempre una botella, al margen de lo que contenga, lo que no deja de ser una afirmación contundente del ego botellero: así hospede un licor bravío -de una graduación que maree con sólo leerla en la etiqueta, digamos- o así albergue un refresco de naranja con burbujas, la botella es siempre botella, condición que obtiene gracias a su cualidad de recipiente multiusos.

Con lo que nos gusta a los humanos dar nombre a las cosas, aunque separe a una cosa de otra cosa apenas un leve matiz de naturaleza o de utilidad, resulta raro que no exista la palabra “burbubotella”, pongamos por caso, para designar los ya mencionados refrescos con burbujas, o que no exista el término “whiskytella” para designar lo que ustedes se imaginan. Pero se ve que la botella está muy implantada como concepto único, invulnerable a la terminología antigeneralista.

A pesar de que toda botella es por antonomasia una botella, existen miles de tipos de botella: desde las que representan la sevillana Torre del Oro hasta las que reproducen la efigie de un torero o de una manola, pasando por las que tienen forma de ente surrealista o de luna humanizada con un rostro.

Casi todas las botellas son productos de valía artística –salvo tal vez las que pretenden serlo, que suelen acabar en bodrios-, pues están concebidas con arreglo a armonías muy estimables. Aun así, las botellas son objetos que tiramos sin reparo alguno a la basura o, en el mejor de los casos, al contenedor de vidrio. Si me permiten ustedes la temeridad del juicio, estoy convencido de que todos tenemos en casa algún jarrón que es mucho más feo que las botellas que desechamos a diario, lo que no es obstáculo para que tiremos una botella de formas armoniosas y conservemos en cambio un jarrón que es un verdadero mamarracho. Nunca comprenderá uno, en fin, el privilegio doméstico del que gozan los jarrones feos. Un privilegio que los libra de las fatigas propias del reciclado, aunque bien es verdad que los jarrones espantosos –fruto por lo general de regalos demasiado optimistas- acaban vegetando durante décadas en las mazmorras penumbrosas de los altillos del armario, del sótano o de la cochera.

Aparte del mal destino que les reservan las costumbres humanas, las botellas padecen ultrajes en el habla coloquial: nos referimos con desdén a un “cuello de botella” para designar obstáculos y estancamientos en cualquier tipo de situación. Decimos “Fulano le da a la botella”, como si a Fulano le embriagase el contacto con la botella en sí y no la ingesta abusiva de su contenido. A José Bonaparte, rey francés de España por la gracia de Dios y de su hermano, nuestros antepasados le apodaron Pepe Botella, en referencia a su supuesto alcoholismo, que ni siquiera de lejos era tal, según parece. Y así sucesivamente.

Por lo demás, en toda botadura de barco que se precie se estrella contra el casco una botella, aunque sus tripulantes darían cualquier cosa por una botella intacta en el caso de que el barco en cuestión naufragase y fuesen todos a parar a una isla desierta, porque el mundo es así de raro y de contradictorio.

sábado, 16 de abril de 2011

LA SEMANA FANTÁSTICA



¿No lo oyen? Pum, pum, pururún. (Y luego entran las cornetas: Tiru, tiruriru, titiriritití.) (Etcétera.) Vas a la calle de las Angustias y tienes que desviarte a la plaza de los Mártires porque el paso procesional del Supremo Dolor está luciendo sus esplendores por la antedicha calle de las Angustias, aunque al llegar a la también antedicha plazuela de los Mártires te quedas deslumbrando ante la visión inesperada del trono babilónico y ambulante de Nuestra Señora de la Soledad, de modo que, como vas con prisa, se te ocurre atajar por la calle Nuestra Señora del Rosario, en la que te topas con el desfile silencioso del Cristo de la Lanzada, porque las cofradías de silencio presentan ese inconveniente: que no te las oyes venir.

¿Por dónde coger? Meditas un momento y resuelves que el método más rápido para llegar a la calle de las Angustias tal vez consista en enfilar la calle María Auxiliadora (donde es posible que no haya trasiego de penitentes, aunque en estos días eso nunca se sabe del todo) y, una vez allí, bajar por Cardenal Spínola, llegar a la plaza del Pie de la Cruz, cruzar la avenida de Santa Teresa y, tras circunvalar la parroquia de San Miguel, llegar por fin a la calle de las Angustias. “Vamos allá”, te dices, y allá vas, en efecto. 

La primera etapa de tu itinerario alternativo se desarrolla con éxito y sin incidentes, a pesar de que el eco de unos tambores lejanos avisa de la cercanía de una aglomeración penitencial. Llegas a Cardenal Spínola y, de pronto, te ves venir de cara un tropel de gente que acaba de presenciar la recogida de Nuestro Señor Atado a la Columna y que avanza al trote para no perderse la salida del Cristo de los Flamencos, porque allí suele haber cada año una docena de saeteros de primera fila, y aquello parece la OTI, aunque en registro dramático y calé. Te refugias, en fin, en un portal mientras pasa la estampida y, una vez despejada la calle Cardenal Spínola, la bajas presurosamente y llegas a la plaza Pie de la Cruz, donde te ves obligado a acelerar el paso porque el eco de tambores está dejando de ser tal eco, ya que la cruz de guía de la Quinta Llaga acaba de recortarse en todo su esplendor en la cima del cambio de rasante de la calle Isabel la Católica.

Comoquiera que un concejal de Urbanismo decidió que la plaza Pie de la Cruz debía ir enlosada en mármol, como quiera que vas embalado para acudir a tu cita laica y comoquiera que llevas las suelas de los zapatos llenas de cera, te pegas un batacazo de personaje de tebeo, con pirueta incluida, te dislocas un tobillo y te acuerdas con ira del difunto padre del Demonio, que en el infierno esté. 

“¡Que alguien avise a una ambulancia!”, sugiere un filántropo, y otro filántropo que pasa por allí llama con su móvil al hospital. “Dicen que van a tardar un poco, porque ahora mismo está pasando el Cristo de la Viga por la calle María Goretti. ¿Le duele mucho?” Y asientes, como es lógico. Pero lo peor llega cuando tienen que moverte para dejar vía libre a la cofradía de la Quinta Llaga: te cogen entre cuatro y, mientras la banda interpreta “Los campanilleros”, te tumban en uno de los bancos rococó de la plaza Pie de la Cruz. “¿Cómo se siente usted?”, te pregunta una enlutada con peineta y mantilla. “¿Cómo voy a sentirme, señora? Como ese que va ahí”. (Y es que menuda semana nos espera.)
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lunes, 11 de abril de 2011

GAZAPOS

Recibe el nombre de gazapo el conejo joven. (Y, se mire como se mire, no deja de resultar el conejo uno de los animales más exóticos de cuantos nos rodean: un híbrido de hámster, de ardilla y de canguro. Y hay ocasiones en nuestra vida en que no tenemos inconveniente en comernos un conejo, generalmente con acompañamiento de arroz.) Como segunda acepción de su segunda acepción, en sentido figurado o familiar, la Real Academia de la Lengua propone: “Yerro que por inadvertencia deja escapar el que escribe o el que habla”. Si dejamos de lado los múltiples gazapos que cualquier persona cultivada puede llegar a acumular en un solo día de amena conversación y nos centramos en los gazapos de escritura, resulta inevitable el recuerdo del célebre gazapo cervantino que afecta al rucio de Sancho Panza: un burro que desaparece y reaparece de forma inopinada, como si se tratase de la paloma de un ilusionista, a pesar de tener un tamaño inadecuado para esos birlibirloques.

En Ana Karenina, Tolstói, por su parte, no se hace un lío con un asno, sino con una vaca, que tampoco está mal: en el capítulo 26 de la primera parte de esa novela, el personaje llamado Levin vuelve a su finca tras pasar unos días en Moscú; su cochero tuerto le pone al tanto de las novedades ocurridas durante su ausencia; entre ellas, el parto de la vaca llamada Paonne. Apenas dos páginas después, el que llega a dar el parte de novedades a Levin es su administrador; entre esas novedades se cuenta la del parto de la vaca, lo que ya para Levin no supone ninguna novedad; y aquí viene el gazapo, con sus ágiles patas de conejo joven, para enredar entre las patas de la vaca: “Levin reprendió severamente al hombre, pero su malhumor cedió al ser informado de un feliz acontecimiento: Paonne, la mejor de las vacas, comprada en la feria, había parido”, y entonces Levin, de repente entusiasmado, pide con urgencia su pelliza y una linterna para correr en plena noche a ver la vaca y la ternera. Descartada la posibilidad de que la vaca Paonne pariera dos veces en el intervalo de dos páginas –habilidad que ni siquiera corresponde a los prolíficos conejos-, no nos queda más remedio que dudar de la facultad mnemotécnica de Levin o de Tosltói, a elegir.

En su novela Grandes esperanzas, Dickens describe la siguiente escena: el joven narrador de la historia sube una escalera, al tiempo que la baja un individuo que es descrito de este modo: “Era un hombre corpulento, muy moreno, con una cabeza muy grande y unas manos que correspondían al tamaño de la cabeza. Me cogió la barbilla con su manaza y me hizo levantar la cabeza para mirarme a la luz de una vela. Tenía prematuramente calva la coronilla, las cejas negras, espesas y rizadas, y los ojos hundidos y desagradablemente penetrantes y recelosos”. Dado que la novela está contada en primera persona, la apreciación de la calvicie prematura de la coronilla de ese individuo no puede deberse sino a un error de perspectiva no atribuible al pobre Pip, sino al gran Dickens, que en ese momento no miraba a través de los ojos del pobre Pip.

Todo esto confirma, en definitiva, que quien tiene boca se equivoca, y no digamos quien, además de boca, se sienta en una mesa a escribir, que es asunto más arriesgado que el de mover la boca.

domingo, 3 de abril de 2011

COMIDA










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A estas alturas, la cocina se ha convertido en una rama del arte vanguardista, hasta el punto de que los platos tradicionales no merecen otra consideración que la de tanteos jurásicos -por así decirlo- para llegar a la cumbre estética en que se mueve hoy el sector estelar de la gastronomía.

La condición humana requiere vivir frente a un espejismo constante de progreso, para mantener de ese modo la ilusión de constituir una especie animal ascendente, inconformista con respecto a los logros del pasado y necesitada por tanto de novedades.

La nueva gastronomía ha echado raíces incluso en la poesía lírica: hoy por hoy, leer la carta de determinados restaurantes equivale a leer un poema mitológico de Góngora, un poema de tono imperial de Rubén Darío o incluso una cursilería evanescente de Núñez de Arce. En la carta de los restaurantes de avanzadilla, todo se llena de palabras más o menos esdrújulas que uno no entiende del todo, de plantas exóticas, de metáforas complejas, de sinestesias sorprendentes, de conceptos difíciles como el de “espuma de jamón” o el de “soplo de cilantro”, que desplazan ya la gastronomía al territorio de la alquimia e incluso de la metafísica.

Se mire como se mire, el acto de comer no es elegante. Nutritivo sí, indispensable, gozoso, pero elegante no, por elegante que sea el restaurante en que nos alimentemos, por distinguidos que sean nuestros modales y por bien vestido que vaya el camarero: hay que masticar, hay que deglutir, hay que limpiarse los labios manchados, hay que desplazar con la lengua los restos que se nos quedan adheridos a las encías, hay que reprimir los eructos, hay que segregar jugos por dentro… Una verdadera asquerosidad, por triste que resulte decirlo. De ahí, tal vez, que la gastronomía moderna recurra a lo etéreo y a lo mínimo para paliar los matices salvajes que confluyen en el acto de comer. Porque esos parecen ser los principios esenciales de la nueva cocina: transformar lo sólido en volátil y reducir la proporción de los alimentos. Y los divos actuales de los fogones han llevado a cabo esos principios hasta tal grado de perfección y sutileza, que se diría que no cocinan para estómagos humanos, sino para paladares de ángeles y de arcángeles, de tronos y de dominaciones, por no meter a Dios en esto.

La cocina tradicional parece haber quedado para gente que tiene el cielo de la boca hecho de papel de lija. Pero el caso es que los humanos somos más complejos de lo que parece, y se da el caso de que solemos llegar a la cima para volver a la sima, sobre todo en cuestiones de moda, de manera que hay personas que consideran un signo de distinción social -e incluso intelectual- el hecho de desdeñar la vanguardia gastronómica en beneficio de los platos tradicionales, hasta el extremo de burlarse de quienes alardean de finura de paladar. ¡Oh, mundo!