Hay quien suele localizar la vida edénica –un reflejo aproximado y posiblemente deforme de la vida edénica, claro está- en los pueblos pequeños. No sé yo. Los paraísos no tienen por qué ser pequeños ni los infiernos tienen por qué ser enormes. No es un asunto de proporción, en cualquier caso: lo pequeño posee la facultad de convertirse en un laberinto angustioso y lo enorme posee la capacidad de proporcionarnos un espejismo de plenitud. Un paraíso puede ser infinito. Un infierno puede caber en un par de neuronas.
Si vives en un pueblo, llega un momento en que te das cuenta de que conoces ese pueblo de memoria, que puedes reconstruirlo mentalmente fachada a fachada, comercio a comercio, esquina a esquina. Si cierras los ojos, eres capaz de recorrerlo de principio a fin. Incluso puedes añadir figurantes a ese recorrido fantasmagórico: el mendigo que está siempre tumbado en el mismo portal, el perro perezoso de ese mendigo, con su mirar suplicante; el joyero que arregla continuamente su escaparate de objetos caros y barrocos, el camarero que da vueltas y vueltas en torno a las mesas de esa terraza en la que siempre hay un gato que merodea con el sigilo de un depredador humillado, el vendedor de cupones, el loquito melómano que arpegia su guitarra por las calles, la anciana que transporta en un carro de bebé las bolsas de la compra, con los ojos siempre fijos en el suelo, que para ella debe de ser algo así como un territorio salvaje con trampas mortíferas…
En los pueblos pequeños ves envejecer a la gente: te pasas dos o tres meses sin cruzarte con uno de los muchos desconocidos habituales y le aprecias el zarpazo repentino del tiempo, el aura de ceniza de los vencidos de pronto por la edad o por los males. El hombre maduro se convierte de pronto en un anciano. El anciano se transforma en un espectro al que pasean en una silla de ruedas. Y todo parece, no sé, una película de terror psicológico en la que los actores fuesen consumiéndose poco a poco por el efecto de una rara radiación, o de una maldición, o de una pena colectiva.
Por supuesto que aprecias también el paso glorioso del tiempo por aquellos que aún tienen al tiempo de su parte: el adolescente de la voz insegura se convierte de un día para otro, sin transición aparente, en un joven fornido, la niña se convierte de la noche a la mañana en una muchacha de ojos pintados, el bebé echa a andar, la nieta pequeña de la frutera balbuce ya unas palabras…
En un pueblo pequeño, el tiempo es una presencia real, no un concepto abstracto. El tiempo es eso que le ocurre a la mujer que limpiaba los cristales de su casa mientras cantaba coplas potentes de caballistas y de amores bravíos y a la que hoy ves andar con bastón, encorvada, con la voz rota. El tiempo es eso que le ocurre al panadero forzudo que se pasaba la madrugada horneando panes y bizcochos y al que hoy ves demacrado y ausente, sentado a la puerta de su casa en los días soleados, con las manos temblorosas. El tiempo es eso que les ocurre a las casas abandonadas, a los jardines abandonados, a las playas en invierno. El tiempo es eso que pasa por ti sin que te des cuenta, como si fuese asunto exclusivo de los otros.
El paraíso no tiene por qué ser un lugar pequeño, ya digo. Aunque a veces quepa en una esquina intacta del corazón.
Si vives en un pueblo, llega un momento en que te das cuenta de que conoces ese pueblo de memoria, que puedes reconstruirlo mentalmente fachada a fachada, comercio a comercio, esquina a esquina. Si cierras los ojos, eres capaz de recorrerlo de principio a fin. Incluso puedes añadir figurantes a ese recorrido fantasmagórico: el mendigo que está siempre tumbado en el mismo portal, el perro perezoso de ese mendigo, con su mirar suplicante; el joyero que arregla continuamente su escaparate de objetos caros y barrocos, el camarero que da vueltas y vueltas en torno a las mesas de esa terraza en la que siempre hay un gato que merodea con el sigilo de un depredador humillado, el vendedor de cupones, el loquito melómano que arpegia su guitarra por las calles, la anciana que transporta en un carro de bebé las bolsas de la compra, con los ojos siempre fijos en el suelo, que para ella debe de ser algo así como un territorio salvaje con trampas mortíferas…
En los pueblos pequeños ves envejecer a la gente: te pasas dos o tres meses sin cruzarte con uno de los muchos desconocidos habituales y le aprecias el zarpazo repentino del tiempo, el aura de ceniza de los vencidos de pronto por la edad o por los males. El hombre maduro se convierte de pronto en un anciano. El anciano se transforma en un espectro al que pasean en una silla de ruedas. Y todo parece, no sé, una película de terror psicológico en la que los actores fuesen consumiéndose poco a poco por el efecto de una rara radiación, o de una maldición, o de una pena colectiva.
Por supuesto que aprecias también el paso glorioso del tiempo por aquellos que aún tienen al tiempo de su parte: el adolescente de la voz insegura se convierte de un día para otro, sin transición aparente, en un joven fornido, la niña se convierte de la noche a la mañana en una muchacha de ojos pintados, el bebé echa a andar, la nieta pequeña de la frutera balbuce ya unas palabras…
En un pueblo pequeño, el tiempo es una presencia real, no un concepto abstracto. El tiempo es eso que le ocurre a la mujer que limpiaba los cristales de su casa mientras cantaba coplas potentes de caballistas y de amores bravíos y a la que hoy ves andar con bastón, encorvada, con la voz rota. El tiempo es eso que le ocurre al panadero forzudo que se pasaba la madrugada horneando panes y bizcochos y al que hoy ves demacrado y ausente, sentado a la puerta de su casa en los días soleados, con las manos temblorosas. El tiempo es eso que les ocurre a las casas abandonadas, a los jardines abandonados, a las playas en invierno. El tiempo es eso que pasa por ti sin que te des cuenta, como si fuese asunto exclusivo de los otros.
El paraíso no tiene por qué ser un lugar pequeño, ya digo. Aunque a veces quepa en una esquina intacta del corazón.
9 comentarios:
Como aquellas diosas de La Propiedad del Paraíso, las muchachas de los labios rojos que no eran eternas. Como aquellos jaramagos en los patios de las casas abandonandas, maleza símlólica del paso del tiempo.
El paraíso, desde mi punto de vista, casi siempre está rondando los detalles, esos que nos rozan y nos abrigan los ojos y 'la esquina intacta del corazón'. Me da igual que el espacio sea grande o pequeño, no le doy la más mínima importancia. Al infierno intento no acercarme, no sea que me vaya a seducir tanto como el paraíso.
Saludos.
El paraíso dura un cuarto de hora,
un cuarto de hora que hace grande una vida.
Hermoso texto el tuyo Felipe.
En mi pequeño pueblo el tiempo transcurre más despacio, a cámara lenta, hay un laxitud (en su sentido originario)que adormece los sentidos.
Saludos.
Gracias por vuestros comentarios.
Anónimo, y esa laxitud...es buena?...Quizás si se da una vuelta por Delhi o Shangai acabe valorándola. Con afecto, Javier.
Javier Divisa, mi intención era hacer una pequeña y humilde loa de la vida sencilla ("Beatus ille..."). Quizás no me expresé bien.
Saludos.
Felipe, estaría encantado de que me mandaras por mail, javierdivisa@yahoo.es, o las dejaras aquí expuestas, acerca de la existencia de centros literarios de Rota, revistas de narrativa, lugar de tertulias, etc. Y en cualquier caso estaría encantado de contribuir a dicho fomento literario. Un afectuoso saludo. Gracias.
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