lunes, 6 de agosto de 2018

FOTOGRAFÍAS







Hasta hace no mucho, la gente se fotografiaba en ocasiones más o menos señaladas, y aun eso si alguien había tenido la ocurrencia de echarse una cámara encima, cosa que ocurría muy raramente, ya que las buenas cámaras fotográficas presentaban el inconveniente de ser un ingenio pesado y molesto, y sólo los muy aficionados a la perpetuación de las estampas familiares o amistosas se prestaban a ese martirio, que a veces requería la búsqueda de encuadres imposibles: retratar, por ejemplo, a un grupo de 30 o 40 personas, perro incluido. “Lástima que no tengamos una cámara”, solía ser la queja más frecuente en los momentos álgidos de las reuniones celebratorias. 

             Cuando se trataba de ocasiones señaladamente señaladas, se contrataba a un profesional para que eternizara lo fugitivo, incluida en ese concepto la inocencia acartonada de la primera comunión o la ilusión contenida en los pliegues más o menos etéreos de un vestido nupcial. Una persona corriente llegaba a la vejez, en fin, con más o menos un centenar de fotos de su persona, y el hecho de retratarse tenía algo de episodio solemne, y de ahí quizá el que, en las viejas fotografías en sepia, todo el mundo parezca un muñeco de cartón, con la expresión rígida, la pose envarada, la mirada difusa, con aspecto de estar orinándose o de reírse sin ganas ni motivo.


            Fotografiarse venía a ser un juego de azar en el que lo acostumbrado era que saliese uno perdiendo: los ojos cerrados o rojos, las arrugas marcadas, el gesto irreconocible, los dientes amarillentos… Cuando en la cámara sonaba el clic, era lo mismo que cuando la ruleta del casino empieza a girar. No había posibilidad de rectificación mediante la magia del Photoshop moderno -capaz de convertir a la bruja Piti en Miss Tarragona, o viceversa-, y si el experimento salía mal, así te quedabas para los restos, fijado en una imagen deformada, para vergüenza propia y quién sabe si no también ajena, porque no existe persona más fea que un feo fotografiado, detenido en su fealdad, que en movimiento puede más o menos disimularse. “Es que no soy fotogénico”, solíamos disculparnos cuando recogíamos el paquete de fotos en la tienda de revelado.


            En nuestros días, la gente fotografía casi todo: el plato de aceitunas que le ponen en el bar, el gato que cruza la calle, los zapatos que acaba de comprar, la paella del domingo… Cualquier adolescente puede guardar millares de fotografías en su teléfono móvil, de lo que cabe deducir que, al final de su vida, esos millares serán centenares de millares, o millones, en todas las poses y circunstancias. “Presentes sucesiones de difunto”, escribió Quevedo. Álbumes inmateriales de imágenes inmateriales de quienes vamos siendo, imágenes virtuales almacenadas en un artilugio prodigioso, para dar testimonio -¿a quién, sino a nosotros mismos?- de nuestro fluir. 

         Y generalmente disponibles, para disfrute universal, en Facebook.

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2 comentarios:

jose miralles ochoa dijo...

Le tengo un gran respeto a la fotografía...Tanto es así que procuro hacer las indispensables, pocas. Casi nunca me reconozco en ellas.
Acabo de leer un libro extraordinario de un gran Poeta Roteño, donde dice:"los muñecos felices en la juguetería pavorosa del tiempo."

El Negro Alvarez dijo...

Si, es muy cierto lo escrito. El otro día miraba "comedians in cars..." y Seinfeld decía 'hace cuanto tiempo que no escucho a alguien decir como me gustaría tener una camara'.
Ahora, que todo el mundo retrate la cotidianidad no significa que tenga un valor.
El día a día, el minuto a minuto, la selfie, los pies estando sentado en el inodoro... se olvidan. Las fotos buenas, quedan.
Saludos! buen articulo ;)