(Publicado el sábado en prensa)
Uno de los mecanismos más
misteriosos de nuestra mente es el que determina que tengamos fe en algo. No
sé: tener la convicción de que, tras la muerte, conviviremos con nuestro dios,
rodeado de un coro de ángeles o de una corte de huríes, según la doctrina que
nos ilumine. Tener la convicción de que los extraterrestres están entre
nosotros, disfrazados de terrícolas, para estudiar nuestras costumbres o para
lo que quiera que un extraterrestre decida infiltrarse en nuestras respectivas
civilizaciones. Tener la convicción de que en la baraja del tarot está escrito
nuestro futuro. Tener la convicción de que una plegaria dirigida a un ser
sobrenatural hará que sanemos de una enfermedad incurable o que gane nuestro
equipo. Etcétera.
Somos
seres extraños, divididos entre la racionalidad y la superstición, entre
realidades contundentes y fantasmagorías difusas, propensos a mudar nuestro
pensamiento al territorio de lo sobrenatural en cuanto lo natural nos sobrepasa
o nos resulta insuficiente.
Todo
eso estaría muy bien –o al menos no demasiado mal- si esas creencias se nos
quedasen dentro de la mente como pintoresquismos inevitables de quienes tienen
que convivir las 24 horas del día con una actividad cerebral bastante compleja,
obligados a formulaciones, a reacciones y a conclusiones arriesgadas: desde dar
por buena la teoría de la reencarnación, pongamos por caso, hasta elegir qué
modelo de coche te compras, con la peculiaridad de que el ser el humano tiende
a ser titubeante no sólo antes las grandes cuestiones metafísicas, sino incluso
a la hora de elegir una pieza en la panadería, sobre todo si se trata de una de
esas panaderías vanguardistas en que los productos están barroquizados con un
surtido de simientes que ni siquiera sospechábamos que existían. Pero si una
creencia, una fe, decide ser no solo expansiva sino también imperativa, el
asunto se complica un poco, pues demasiado suele tener una persona con su
propio jaleo ideológico y emocional como para adoptar el ajeno, lo que no quita
que haya quien se alinee fervorosamente con credos estrafalarios, rendidos ante
el carisma y la elocuencia de unos líderes que lo mismo montan una secta en un
rancho de Texas que un partido político que enaltece la supremacía regional.
Qué extrapola cada cual en esas adhesiones me temo que es algo que ni siquiera
sabe el interesado: los misterios del ser, como quien dice.
Tener
fe en algo resulta estupendo, siempre y cuando no tengamos demasiada fe en
nosotros mismos: la fe –ya sea en la misericordia de una deidad o en la
eficacia gestora del presidente de una diputación- como paliativo personal ante
el vacío o ante lo que sea, pero no como remedio ecuménico. El problema suele
ser, en fin, que la fe bien entendida empieza por uno mismo, y en esas andamos
desde los tiempos del Génesis, sin escarmiento posible: cada loco con su tema.
Cada creyente con su fe. Y mucha gente en la playa.
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1 comentario:
Coincido: demasiada fe puede ser una falencia o llevar a resultados indeseados. Aunque la falta de la misma, en determinadas coyunturas, deviene en falta de energia, proyeccion o animos.
En definitva: creo que una sana convivencia de razonamiento, logica y fe.
Saludos,
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