(Este es el texto que divulgó ayer el CENTRO ANDALUZ DE LAS LETRAS con motivo del Día del Libro.)
Los libros
nos hacen movernos por regiones inexistentes, tratarnos con tipos fantasmales o
vivir unas vidas que no hemos sido capaces de merecer, a veces por fortuna. Y
es ese poder suyo para el espejismo lo que más nos inquieta, quizá porque, ante
su brillante engaño, el engaño de nuestra propia vida queda en una situación
bastante desfavorecida, como cosa de poca monta.
La literatura sabe herir la memoria,
y sabe hacerlo de una manera implacable. Un libro puede dejarnos heridas que no
se cierren nunca. Heridas en las que se cifre el recuerdo de un mundo que no
nos pertenece y que, sin embargo, hemos confundido con nuestros mundos
particulares, con esos mundos nuestros en que no ocurren sucesos fabulosos, en
que no existen los misterios, los dragones, los seres perseguidos por su pasado
ni las pasiones que acaban entregándose a la muerte.
Los libros no contienen el mundo, claro
está, sino que son una parte del mundo, una de las muchas cosas que hay en el
mundo. De todas formas, los libros comparten con el mundo mismo su condición de
inmensa entelequia inabarcable para el entendimiento, pues el lector padece el
vértigo de la infinitud: cuanto más lee, más le queda por leer.
Existen libros que explican la estructura de las galaxias y libros que
revelan la vida cotidiana de los insectos, libros que arriesgan teorías sobre
la formación de las estrellas y libros que celebran el lirismo del titilar de
las estrellas, libros que indagan en el ser o en la nada, libros que ofrecen
antídotos contra la melancolía y libros que transmiten melancolías
inconsolables, libros que desvelan el trazado de los laberintos abstractos de
las matemáticas y libros que cuentan leyendas de piratas que gritan himnos
fraternales y sanguinarios en tierras de Jamaica o de Isla Verde, libros que
hipnotizan nuestra voluntad y libros que conquistan nuestro corazón por razones
que a veces no tienen nada que ver con el corazón, libros que contienen poemas
dedicados a muchachas de duro mármol frío y libros de versos que celebran las
cosechas, libros que llevan dentro el veneno de la sátira, libros que destilan
el licor áspero y bronco de las pasiones sin suerte, libros que desprenden la
neblina gótica de las historias de espectros ensangrentados, libros que
transpiran el sudor de los aventureros, libros que huelen a alcoba clandestina,
a bar de bebedores solitarios y bravíos, a estepa nevada por la que se desliza
un trineo…
Este año, los andaluces celebramos
la concesión del Premio Cervantes a nuestro paisano José Manuel Caballero
Bonald, un autor que ha apostado por la literatura exigente, por la literatura
que se exige lo máximo a sí misma. En sus poemas, en sus novelas, en sus libros
de memorias y de ensayos, Caballero Bonald nos cursa una invitación personal y
transferible para adentrarnos en un laberinto de palabras bien medidas, en un
universo de percepciones y de obsesiones, de indignaciones y de quiebros
mágicos.
Celebremos con él, con sus libros,
esta fiesta de la lectura.
Celebremos la lectura como ese privilegio
íntimo que se nos concede con sólo leer una primera frase y dejarnos
hipnotizar.
FELIPE
BENÍTEZ REYES
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