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En cuanto el otoño trae las primeras lloviznas, las primeras noches destempladas y los primeros nubarrones con hematomas, nos resulta inconcebible que, pocos días antes, nos pasásemos la vida en bañador, que durmiéramos desnudos con la ventana abierta, que anduviésemos descalzos por la casa… Sólo con pensarlo, nos sube por los pies un escalofrío que no para hasta llegar a la cumbre de la cisura interhemisférica del cerebro, si me permiten ustedes la crudeza anatómica de la expresión.
Los grandes almacenes suelen ser los más impacientes con respecto al mal tiempo y se apresuran a anunciar la moda otoñal cuando aún hay bañistas recalcitrantes en la playa, cuando aún no resistimos a guardar en un cajón las bermudas con estampaciones tropicales y las camisetas con leyendas ingeniosas, aunque sepamos que lo que procede es ir oreando los jerseys de lana espesa y los plumíferos.
Lo que resulta curioso, a poco que uno lo medite, es el hecho de que hayamos optado en nuestra vida cotidiana por una vestimenta tan esencialmente neutra, tan anodina y tan… ¿cómo decirlo?… funcionarial, sí, porque lo cierto es que la mayoría de la gente sólo desata su imaginación indumentaria cuando la invitan a una boda, que es la ocasión social en que a las hembras adultas del género humano más se les despierta el instinto por dar el golpe, por motivos que sólo un discípulo brillante de Sigmund Freud estaría en condiciones de desvelar.
Sería estupendo, no sé, que la vida fuese un carnaval continuo, una incesante mascarada. Que saliese uno a la calle, un día cualquiera, vestido de mago Merlín, pongamos por caso, y que, al llegar al trabajo, le preguntaran los compañeros: “¿Y eso, Manolo?” Y que Manolo les contestase: “Es que hoy, para el almuerzo, voy a hacer gazpacho, y, como la elaboración del gazpacho tiene algo de brujería y algo de alquimia, pues ya veis…”. O que saliese uno a tomar unas copas con vestimenta de astronauta y le dijese a su novia: “Es que estoy leyendo a Isaac Asimov”. O que se encaminara uno al banco con ropa de vikingo, para de ese modo ganar autoridad ante el interventor quisquilloso. O que alguien decidiera echarse por encima un traje de bufón medieval porque le han entrado unas ganas repentinas e irreprimibles de contar chistes verdes. O que una muchacha, al verse guapa en el espejo, optase por ponerse un vestido de hada y se lanzara a los reinos musicales de la noche a la busca de un príncipe valeroso.
Pero, en fin, ya saben: en los grandes almacenes está a disposición de todos ustedes la moda otoñal. Prendas y complementos.
3 comentarios:
Felipe, me das miedo, lo que tú propones es una auténtica revolución, no sé, no sé. Muy bueno el artículo como de costumbre. enhorabuena, un placer poderte leer. Un Abrazo
Primitivo
Una extraña ley insoslayable en Biología es la del mayor valor reproductivo del fenotipo menos frecuente. Entre animales (como nosotros, y discúlpeme la expresión), eso se traduce en que la sueca rubia liga más en España y la andaluza de pelo ondulado tiene cuarenta pretendientes en la puerta de su piso en Estocolmo. Lo que nunca entendí es por qué funciona también en las plantas (que se cortejan bastante poco).
Vestirnos de cocoroco por la calle nos convertirá, fuera de toda duda, en el fenotipo menos frecuente. Tomo nota para ulteriores intentos de ligue.
(Nota desbarrada final: ¿se imagina a una chirigota por la calle a ritmo de caja y bombo gritando en plena Viña "¡fenotipo! ¡fenotipo!"?).
(Jodido, el viernes, para mis sinapsis ya de por sí semialeatorias).
Así es, como bien dices; pero lo único que interpreto es que somos unos prendas de mucho cuidado y nos sumamos a esos complementos por impulso y con desgana.
Ya hay árboles de navidad, que mal lo llevo Felipe. No quiero mirar hacia ningún lado, parezco un robot programado para asistir a estos adornos que cada vez, odio más.
Quiero huir, pero no puedo.
Me recuerdas a las cuatros estaciones de Vivaldi, siempre tú y tus pequeños detalles estacionales.
Besos.
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