Las viejas amistades suelen
correr el riego de convertirse más en viejas que en amistades propiamente
dichas. Estás absorto en tus cosas y, de repente, un día cualquiera, en el
lugar equivocado, aparece de sopetón esa persona a la que no ves desde hace
años y cuyo nombre, tras el aturdimiento inicial, va tomando cuerpo, sílaba a
sílaba, en tu memoria: “¡Evaristo!”. Una vez resuelto el trámite de la
identificación, como especialista que eres en decrepitudes ajenas, adviertes en
los rasgos de Evaristo el envejecimiento que te resistes a reconocer en los
tuyos. Al instante, como especialista que también es él en esa misma
disciplina, te dice: “Qué viejo estás”, y se despierta en ti la criatura
mezquina que busca una venganza en caliente. “Tú tampoco vas mal en eso”, y os
reís, porque la vida sin sentido del humor acaba estando muy cerca del
infierno, que son –como dijo aquel, y con cuánta razón- los otros, o al menos
algunos, como por ejemplo Evaristo, el regresado de las neblinas legendarias
del pasado.
“¿Qué tal te va la vida?”, os preguntáis casi al unísono, como
premisa obligada para mantener un coloquio en el que las preguntas importan
menos que las respuestas, aun importando un pito ambas, sin saber muy bien ninguno
de los dos qué sentimientos desempolvar, qué grado de efusión dispensaros, cómo
medir los gestos de confianza para que no resulten intrusivos y para que a la
vez no se queden cortos en la demostración del afecto. Os escrutáis, buscáis un
tema de conversación para que el cara a cara no se quede en una cara
artificialmente sonriente frente a otra cara artificiosamente sonriente, pero
no resulta fácil: “Te veo más gordo”, diagnostica Evaristo, que también está
más gordo.
El reencuentro
con un viejo amigo que ya es más viejo que amigo tiene, en fin, sus
complicaciones, y de ahí que sea una experiencia que todos procuramos evitar
siempre que esté en nuestra mano, ya que los viajes al pasado no suelen traer
nada bueno más allá de las recreaciones poéticas en torno al tiempo perdido y
ese tipo de coplas. Bien es verdad que, gracias a esos reencuentros casuales,
tienes la suerte de enterarte de primera mano de los avatares que han marcado
la vida del Evaristo de turno desde que no os veis: su matrimonio o su
divorcio, su cambio de profesión o de casa, sus viajes a regiones exóticas, sus
aficiones. Eso cuenta sin duda para ti como ganancia de sabiduría. Pero no todo
resulta edificante: “Antes tenías más pelo”, te informa Evaristo. Le señalas
que él está completamente calvo, y te replica que la calva es sexy. Que lo malo
es tener cuatro pelusas. “¿Cómo es posible que no hayas estado en Bora Bora?” Y
entonces te cuenta que va a hacer obras en su chalet para instalarse un
gimnasio con sauna.
“A ver si quedamos”. Sí. “Y vigílate esa barriguita”. Vale.
(Publicado el sábado en la prensa.)
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2 comentarios:
Estupendo artículo. El trámite de la identificación no siempre resulta bien, por eso muchas veces es mejor no iniciarlo. En esos casos, la desmemoria se puede disimular con expresiones del tipo "hombre, cuánto tiempo" o, si se intuye más confianza, "qué pasa, chaval". Esto para el género masculino, que el femenino gusta más del "hola cariño, qué sorpresa" o "ay, corazón, qué alegría verte". Se podrían escribir (quizá ya se haya hecho) tratados sobre la cuestión, al modo de aquel profesor francés de literatura que publicó hace algún tiempo su delicioso "Cómo hablar de los libros que no se han leído".
Admirado visionario: es tanto el placer que su escritura me causa, que me veo abocado a preguntarle por lo que ocurre en el supuesto de que alguien escriba ahora (2016) un comentario en una entrada antigua de su Blog, pongamos por caso una entrada correspondiente a 2011. ¿Ocurre que se activa alguna señal acústica o visual que le "avisa" a Vd. de ello o, por el contrario, el hipotético nuevo comentario le pasa desapercibido al ubicarse tan atrás en el tiempo? Gracias y felicidades (brindis, si me lo permite) por ser usted tan extraordinariamente genial.
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