jueves, 3 de septiembre de 2009

SEPTIEMBRE



Aún vendrán semanas de calor, aún quedan por llegar noches densas y mágicas de balcones abiertos, pero el verano, el concepto social de verano, terminó el 1 de septiembre, ese siempre extraño día primero de septiembre, con su aire de verbena concluida, con su repentina quietud.

Son raros en el fondo los veranos, porque a todo le infunden un matiz de provisionalidad, y hacen que nuestras rutinas se disloquen, y promueven en nosotros un alegre sentimiento de anomalía frente a la realidad y frente al tiempo, como si fuesen los veranos un espejismo de eternidad volandera, de realidad descoyuntada, de tiempo fuera del tiempo.

En los puertos de mar, las calles se han vaciado de repente, porque, deberes al margen, la gente huye de los lugares veraniegos en cuanto percibe la llegada de esa epidemia psicológica que es el otoño, propiciador de melancolías y de meditaciones en torno a lo sombrío. Y sale uno a la calle y se cruza ya con la gente de siempre, con esos desconocidos habituales con los que comparte pueblo durante diez meses del año, sumido cada cual en sus tareas. Y de repente el mar es más de plata. Y es más tenue la luz, más envolvente, y ya no cae del cielo como una maldición esplendorosa.

Aún se ve a gente por la calle con el curioso disfraz de veraneante, pero de pronto –no sabemos por qué- nos resultan un tanto cómicas las bermudas, las gorras, las sandalias aerodinámicas… Con un poco de vergüenza, con la conciencia del resacoso que no logra explicarse por qué hizo lo que hizo cuando llevaba las copas encima, vamos arrinconando las camisetas de propaganda, las toallas de estampaciones psicodélicas, las prendas de tejido transparente. Con un leve estupor, contemplamos el tono tostado de nuestra piel, y por un instante nos parece estar metidos en el cuerpo de otro, en el de un fakir asiático o en el de un bongosero del Caribe, y nos acordamos entonces de las cosas terribles que se dicen del sol, de ese sol vigoroso que alumbra un planeta enfermo, y nos lamentamos de nuestra imprudencia, y nos invaden las aprensiones.

De la última noche de agosto a la primera mañana de septiembre, las muchachas dejan de ir al supermercado en bikini y pareo, quizá porque se notan de repente desnudas y observadas, igual que nuestra madre Eva cuando las cosas comenzaron a torcerse en el Paraíso Terrenal. Será, no sé yo, que, con la llegada de septiembre, las personas y las cosas van volviendo a su ser, como quien dice, después de haber estado todo muy fuera de sí mismo, huido de sí mismo, despistado de sí, errante en esa especie de Arcadia del tinto con casera que en esencia es el verano.

Aún vendrán días de calor, sin duda. Las terrazas de los bares seguirán abiertas, y habrá en ellas veladores vacantes, y camareros ociosos, y las bebidas y raciones no tardarán media hora en llegar a nuestra mesa. Septiembre vuelve a poner las cosas en su sitio, devuelve realidad a la realidad distorsionada y bulliciosa del verano, rescata del olvido la conciencia de que la vida pasa muy deprisa. Tan deprisa, que, al abrir el armario, llegado ya septiembre, caemos en la cuenta de que no sólo tenemos bañadores, sino también jerséis de entretiempo, porque la vida es eso en cierto modo: un continuo entretiempo que multiplica por cero la existencia.

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5 comentarios:

Javier Sánchez Menéndez dijo...

Siempre he pensado que el verano es la estación más ordinaria del año.

Un abrazo.

José Miguel Ridao dijo...

Yo nunca he sido más consciente de la llegada de septiembre que en los veranos de mi niñez y mi adolescencia, cuando el día 1 empezaban a desmontar las casetas y los toldos, y la playa era otra. La luz era distinta, y el mar cambiaba de color. Curiosamente, nos invadía una sensación no de melancolía, sino de emoción.

Muy buen artículo, como de costumbre.

María Jesús Siva dijo...

Me gusta el tiempo que está por llegar, el otoño contiene la magia que el verano tira por la ventana. Quizá pronto eche de menos la luz.
Saludos

Anónimo dijo...

A mí me gusta pensar que el año nuevo empieza en septiembre. Y en cierto modo es así. Será porque huele todavía a goma de borrar y cuadernos en blanco.

Por cierto, el cierre es una verdadera lección, un ejemplo a todas luces de cómo ha de cerrarse un texto.

Un abrazo.

Microalgo dijo...

Incondicionalemnte de acuerdo.