(Publicado en prensa)
Según quienes saben de esas cosas
de las que no sabe casi nadie, el origen de las pruebas de fuego es nada menos
que sumerio. Comoquiera que una persona corriente sabe de los sumerios lo mismo
que del cultivo del kiwi, pongamos por caso, damos por buena la atribución del
invento a Sumeria, tenida por la civilización más antigua de todas las
conocidas, aunque el hecho de ser la civilización pionera no le libró, al
parecer, y como no podía ser de otra manera, de ejercer algunas salvajadas como
las susodichas pruebas de fuego, con las que se determinaba la culpabilidad o
la inocencia de un acusado.
Estas
pruebas de fuego pervivieron, por lo visto, en la era romana y alcanzaron su
mayor grado de prestigio en la Edad Media gracias a las ordalías (también
llamadas “juicios de Dios”), empleadas tanto en los tribunales civiles como
eclesiásticos. Las pruebas admitían variantes: sostener un hierro candente,
meter la mano en una hoguera o someterse a una inmersión en agua. Si el acusado
salía medio vivo –o medio muerto, según se mire-, era prueba de su inocencia.
De su inocencia probada por el juez supremo: Dios. (Se cuenta que santa
Cunegunda, emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico, fue acusada, en su
viudez, de conducta escandalosa y demostró su inocencia caminando sobre hierros
al rojo vivo sin sufrir daño alguno).
Allá
por el siglo XII, se llegó a la conclusión de que este sistema jurídico era un
poco irracional y un poco brutal, de modo que fue sustituido por la tortura,
práctica considerada mucho más humanitaria y eficiente, hasta el punto de que
en nuestros días sigue practicándose en aquellos países en que la aplicación de
la ley de la selva no entra en conflicto con la ley propiamente dicha.
El
caso es que, afortunadamente, ya nadie tiene que sufrir el sometimiento a esas
pruebas, lo que no quita que siga utilizándose la expresión “poner la mano en
el fuego” para demostrar la confianza en alguien. A tanto llega la moda que muchos
han tomado la costumbre, ante casos de políticos sospechosos, de preguntar a
los correligionarios del sospechoso si pondrían la mano en el fuego por él. En
los últimos meses, algunos y algunas han dicho que sí, ministras y ministros
incluidos, con un resultado de mano chamuscada o, peor aún, abrasada. El método
es un tanto infantil y remite a aquellos juramentos –por el padre o la madre-
que hacíamos de niños en el patio del colegio. Pero en esas andamos, en esta
especie de niñez para adultos.
Sea
como sea, en estas fechas tan entrañables, me permito dar un consejo a nuestros políticos: no pongan
ustedes la mano en el fuego por nadie. Ni siquiera por ustedes mismos Ni
siquiera por santa Cunegunda.
Por si acaso.
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