domingo, 4 de diciembre de 2022

BARRA LIBRE


 (Publicado en prensa) 

Desde los tiempos brumosos en que los humanos acordaron constituir asambleas para intentar resolver sus conflictos, el conflicto principal han sido las asambleas. Por no se sabe qué motivo, cualquier reunión humana, así se trate de una convocatoria vecinal, está condenada a convertirse no solo en un guirigay, sino también en una trifulca. Parece ser que llevamos la discordia en los genes, aunque no resulta del todo descartable la posibilidad de que esa naturaleza pendenciera se derive de una milenaria maldición egipcia o sumeria, como poco. Sea por lo que sea, el caso es que buena parte de la clase política ha adoptado históricamente, como tradición inquebrantable, el recurso al insulto, al sarcasmo, al sofisma, al enrocamiento en el dogma y en el prejuicio, a la humillación pública del adversario, a la destemplanza y, a menudo, a la idiotez orgullosa de serlo. Si alguien no dispone de esas habilidades, casi mejor que opte por la carrera eclesiástica. De vez en cuando, en algún informativo, vemos a unos parlamentarios de países más o menos exóticos liarse a tortas, en un paso más hacia el perfeccionamiento del debate o, al menos, hacia las soluciones expeditivas: lo que no pueden arreglar las palabras puede arreglarlo un bofetón.

         Sin irnos tan lejos, la presidenta de nuestro Congreso va a verse obligada a matricularse en un cursillo de adiestramiento canino, ya que algunas señorías están que ladran. Se ha desatado la furia, según parece, o al menos las lenguas, y prefiere uno pensar que todo se trata de una puesta en escena, de una performance parlamentaria para que el pueblo se divierta un poco en esta época de incertidumbres concretas y abstractas. Solo eso: una representación teatral subida de tono en la que los actores intercambian barbaridades entre sí y se estrellan tartas de oratoria en plena cara. Para entretenernos un poco, ya digo. Sin maldad.

         Como no podía ser de otra manera, algunos parlamentarios son mejores actores que otros, y no falta quien sobreactúa. En ese defecto de sobreactuación puede incurrirse por activa o por pasiva: por activa si se te calienta la boca más de la cuenta o por pasiva si te ves a obligado a indignarte por el calentón de una boca ajena, lo que conlleva el que tu boca también se caliente. Hay momentos estelares en que el Congreso parece un bar en el que unos entes achispados discuten sobre ovnis. Pero, bien mirado, tiene su sentido: si ellos son los representantes del pueblo, nos representan a la perfección, con absoluta fidelidad. Qué bien nos conocen. Qué bien nos interpretan: airados, sectarios, irracionales. Qué bien.


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