lunes, 1 de noviembre de 2021

OTRO VOLCÁN

 (Publicado en prensa)



A pesar de que todos apelamos continuamente a la solidaridad, al bien común, a la empatía, a la convivencia o a la tolerancia, parece ser que estamos condenados a vivir en la divergencia, cuando no en la mera trifulca.

         El volcán de La Palma, por ejemplo, ha supuesto una tragedia para miles de personas, una erupción de ruina y de angustia, una especie de ensayo general del fin del mundo, lo que no quita que se haya convertido para algunos en una alegre atracción turística. Es cierto que, tragedias al margen, un volcán en activo puede considerarse un espectáculo grandioso, uno de esos hitos que quedarán en la memoria de sus espectadores, ya sean víctimas desoladas o fisgones ociosos, pero una voz interior, tal vez un tanto puritana, nos susurra que hay algo irrespetuoso en el hecho de convertir en una diversión lo que para otros muchos ha supuesto una calamidad. Entre ver tu casa engullida por un río de lava y hacerte un selfie con un fondo volcánico media un mundo. Lo extraño es que no parece existir incompatibilidad entre ambos extremos: nadie está obligado a hacer penitencia por los males del prójimo. A veces, la desdicha cae de un lado y otras veces de otro, nos decimos, y a quien le toque le tocó: hoy por ti y mañana por mí. Comoquiera que nos hemos sugestionados de que vivimos en una civilización decididamente hedonista –incluso desesperadamente hedonista-, no dejamos escapar ni un solo baile, así sea en la cubierta del Titanic.

         Hemos decidido que estamos en el mundo, en fin, para pasarlo bien, no para pasarnos la vida preocupados por pandemias y volcanes. Y es que, de una manera más o menos difusa, andamos convencidos de que el progreso es un proceso sin retorno, de que nuestra civilización irá a más día tras día, a la espera de ese gran momento en que los coches vuelen y en que los médicos nos proporcionen la inmortalidad, entre otros prodigios. Sí, todo se andará, o casi todo. Y todo –o casi todo- será bienvenido.

Pero, en paralelo, conviene tomar conciencia, así sea de una manera también difusa, de la fragilidad de este retablo nuestro de las maravillas. Porque los cimientos de nuestra sociedad están excavados en la ladera de un volcán, y ese volcán simbólico lleva mucho tiempo avisándonos, mediante seísmos de intensidad variable, de que el día menos pensado, por muy turistas y hedonistas que seamos, igual nos da un susto.

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