miércoles, 18 de noviembre de 2020

INSTANTÁNEAS DE FRANCISCO BRINES

 (Publicado ayer en El Mundo.)



Recuerdo a Brines en escenarios muy diversos, y en todos ellos lo recuerdo idéntico a sí mismo: un insobornable entusiasta de los dones del mundo. Es decir, un melancólico.

            Recuerdo a Brines, no sé, en un Madrid de bares tardíos, con su mundanidad de veterano explorador de la noche. En Nueva York, paseando por la Quinta Avenida, espectral y solitaria, a 15º bajo cero, de madrugada, intentando localizar una zapatería para comprarse a primera hora unos zapatos cómodos, tras recorrer durante toda la tarde esa especie de librería alejandrina que había en el Bronx y cuyo fondo, por esas vueltas que dan el mundo y los libros, está hoy en Sevilla.

            Lo recuerdo en Murcia, donde los oyentes de sus lecturas poéticas lo aclamaban igual que a un torero victorioso, en aquellos congresos babélicos que organizaba José María Álvarez, el general Lee de toda aquella tropa.

            O en Valencia, su tierra, en las noches confusas de esos veranos de irrealidad shakespeariana llenos de duendes  y de hadas suburbiales que bailaban sin parar tras ingerir el filtro mágico de los licores y de las drogas de diseño.

            O en Lisboa, sonriente él ante el fragor sabatino de aquella juventud que se encaminaba, altiva y perfumada de sí misma, a las discotecas.

            O en Sevilla, a la salida de la Maestranza, con Juan Luis Panero y Carlos Marzal, hablando con fervor retrospectivo de Pepe Luis Vázquez.

       El secreto de la poesía pasa de mano en mano, de generación en generación, igual que un fuego invisible: la superviviente eterna de las voces apocalípticas que anuncian con alarma cíclica su extinción. Pero cayó la Roma imperial y ahí sigue Virgilio. Mueren los emperadores del Japón y los livianos y antiguos haikús siguen conmoviéndonos.

       Brines es el maestro conversador, en fin, al que le gusta compartir el secreto callado de la poesía y el secreto a voces de la vida, y lo hace con esa magnanimidad que sólo pueden permitirse los verdaderos dueños de ese tesoro de misterio y de pasado que se esconde detrás de unas sílabas contadas.


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1 comentario:

Anónimo dijo...

La moral es el arte de la tolerancia dijo Brines , pero un presumido de eso sabe poco o nada , Brines habla muy bien de los consejos que le dio su padre , no es un sumiso
Buenas tardes killo .