miércoles, 6 de febrero de 2019

INVOLUCIONES



(Publicado en prensa)

En esa pesadilla que viene a ser la novela 1984, de George Orwell, hay un filólogo que trabaja en la creación de una nueva lengua y en la simplificación y modificación del diccionario tradicional mediante la eliminación de palabras consideradas inútiles, con especial saña hacia los sinónimos y antónimos, que en esa nueva lengua van siendo sustituidos por prefijos y sufijos que indican la negación o el aumento de una cualidad. Mediante ese sistema, se eliminaban los sinónimos y los antónimos, pero, como efecto secundario, se multiplicaban los neologismos. A ese filólogo debemos la siguiente apreciación: “La destrucción de palabras es algo muy hermoso”. 

            En nuestros días, no necesitamos funcionarios dedicados a esas tareas, ya que el lenguaje no sólo admite la transformación, al ser fruto de ella, sino también la degeneración y la manipulación, y por supuesto la simplificación, hasta el punto de que, según quienes se dedican a ese tipo de análisis, los adolescentes de hoy manejan habitualmente unas 200 palabras, que desde luego son muchas para soltarlas de golpe, pero quizá pocas como acervo.

            Mucho se ha elogiado la capacidad visionaria contenida en esa distopía de Orwell, que, más que un visionario, se limitó a ser un hombre lúcido. Un experto, digamos, en el arte de verlas venir. 

          En su novela, ideó la existencia de un Ministerio de la Verdad, cuya labor consistía en destruir o modificar la documentación de los anteriores regímenes para que se ajustase a la versión oficial de la historia impuesta por el nuevo Estado omnividente. Algo que puede sonarnos familiar en estos tiempos en que algunos pueblos se afanan en reescribir su pasado, como una especie de lavado de la conciencia colectiva, de igual modo que hace el cínico con su conciencia particular, y en reinterpretarlo en beneficio de las estrategias políticas del presente, sobre todo si lo que se busca en las brumas pretéritas es una identidad diferencial; se proponen relecturas condenatorias de obras literarias conforme a criterios morales o se censuran obras artísticas no por su valía, sino por la adivinación de su presunta carga ideológica, hasta el punto de que hay quienes reclaman el descuelgue de imágenes de desnudos femeninos en los museos, con el argumento de la cosificación de la mujer, por no hablar de la política de puritanismo que aplica el tan orwelliano Facebook, donde pueden decirse atrocidades escalofriantes, pero donde está prohibido exhibir un cuerpo no ya sin ropa, sino incluso con poca ropa. 

            Tiempos raros, en fin. Tiempos confusos.

            La paradoja de las civilizaciones avanzadas es que potencian la involución, como si el pensamiento se nos pasara de rosca y buscase pretextos para destruir lo construido. Y en eso casi nunca fallamos. Casi nunca.

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