martes, 1 de mayo de 2018

LOS EXIGENTES



            Hay gente muy puntillosa. Gente que parece pasar por el mundo con un libro de reclamaciones en el bolsillo, con un memorial de agravios bajo el brazo, con dedo acusador. Gente que se queja de todo, que protesta por todo, que se indigna a la mínima, así sea porque le sirven un café demasiado caliente o unos churros demasiado fríos. Gente a la que todo le parece mal aunque esté simplemente regular y que merodea por la vida con talante penitencial y a la vez fiscalizador, con desánimo y a la vez con brío para procurar expandir el desánimo, con talante de misionero de la desmoralización.

            Gente que sale del cine de ver una película excelente y que, sin embargo, pone gesto de repugnancia si alguien le comenta que la película es excelente. Gente que lee un libro estupendo y que pone gesto de asco si alguien le comenta que le ha parecido un libro estupendo. Gente que se come unas gambas magníficas y que critica que están saladas, o que les falta sal, o que son de hace tres días. Gente que se queja de los insectos cuando va al campo y que se queja de la polución cuando va a la ciudad. Gente que se lamenta de la sequía cuando hay sequía y que maldice la lluvia cuando llueve. 

            Esta curiosa forma de pesimismo debe de estar provocada por una forma insensata de optimismo: imaginar que el mundo podría ser perfecto si no fuera imperfecto. Si uno exige perfección a todas películas que ve, perfección a todos los libros que lee y perfección a todas las raciones de gambas que consume, lo más probable es que vaya de cabeza al desengaño, porque no siempre las películas pueden ser perfectas, ni los libros, ni siquiera las gambas, que son las que lo tienen más fácil. Tal vez, ni siquiera la perfección sea del todo perfecta: necesita de la imperfección como elemento de contraste para definirse.

            El desencantado sistemático siempre estará dispuesto a decirte que no sabes nada de cine si le comentas favorablemente una determinada película, a reprocharte que no entiendes nada de literatura si le comentas que te ha gustado determinado libro y a dictaminar que tienes un paladar de cemento si elogias unas determinadas gambas a la plancha. El desengañado siempre estará por encima de ti en cuestión de gusto, precisamente porque no le gusta nada, y ese disgusto universal le otorga la condición de juez implacable, intransigente con cualquier atisbo de entusiasmo ajeno.

            Dan grima, ¿verdad?, los pesimistas, los que están de vuelta de todo por no haber llegado a nada, los entusiastas de la falta de entusiasmo, los amigos del vacío por el vacío, los partidarios de la nada por la nada, los que entienden que la admiración por el prójimo constituye una ofensa a la propia inteligencia, al considerar que hay que ser muy bobo para admirar a alguien. 

           Y ahí están ellos, cada vez más solitarios, porque cada vez están más consigo mismos, sin hacer nada de provecho, y el tiempo se les va en procurar destruir con dinamita verbal lo que hacen otros. Ahí están, a la salida de un cine, echando espumarajos por la boca. Ahí están, pululando por las librerías con gesto de náusea, pues nada de aquello le parece que valga un duro. Ahí están, tapándose los oídos si oyen música, cerrando los ojos si ven un cuadro, vomitando si se comen una gamba que a su paladar no le parezca sublime, sin pararse a pensar siquiera la opinión que les merecería a las gambas el hecho de ser devoradas por individuos de esa ralea.

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2 comentarios:

Jesús dijo...

Me ha parecido genial.

jose miralles ochoa dijo...

A los "pesimistas","puntillosos" y "misioneros de la desmoralización". Les diría: Madruguen, contemplen el amanecer; que la suave brisa les acaricie la cara... Abran los ojos y, vean...¡Vean!