(Publicado el sábado en la prensa)
Cuando decimos que un pueblo que
secularmente comparte historia y cultura con otros pueblos tiene “una cultura
propia”, ¿de qué hablamos en realidad? Pues fundamentalmente de asuntos
gastronómicos y folklóricos, ya que sería cosa de brujería que, en el siglo
XXI, un segmento de población intranacional sea depositario de una cosmovisión diferente a la de sus vecinos, a no ser que traslademos el foco a las tribus
amazónicas, pongamos por caso. Aun así, el tener una cultura propia –o al menos
suponer que se tiene, lo que para el caso viene a dar lo mismo- implica desde
luego una ventaja: quien disfruta del privilegio de disponer de una cultura
propia colectiva puede evitarse la molestia de forjarse una cultura propia
individual. Para disfrutar de la primera basta con alimentar unas sugestiones
borrosas; para beneficiarse de la segunda, hay que esforzarse un poco en el
estudio y en la reflexión.
La opción más cómoda resulta clara, sobre todo si
tenemos en cuenta que esa cultura infusa, recibida de nacimiento por derechos
territoriales, tiene bastante utilidad para quienes carecen de una cultura
adquirida, de modo que cualquier iletrado puede sentirse culturalmente superior
no sólo a los foráneos, sino incluso a cualquier compatriota que descrea o
alimente divergencias con respecto a esa cultura privativa, que de por sí
constituye un dogma telúrico. Quien es partícipe de una cultura diferencial, en
suma, tiene legitimado el sentimiento del supremacismo cultural, así no sepa
hacer la o con un canuto: lo ampara su cultura autóctona, la infusa. Es lo
bonito de las ideas mágicas: que puedes hacerlas tuyas con solo desearlo.
Tenemos
la costumbre de identificar los territorios con cultura propia con los
territorios bilingües. Bien. El hecho de que una región sea bilingüe es
consecuencia de una deriva histórica, como casi todo, aparte de ser la prueba
–si hiciera falta- de una cultura menos exclusiva que mestiza. Otra cosa es que
se decida considerar como legítima una de esas lenguas y la otra como espuria.
Y otra cosa es también la suposición de que el bilingüismo genera, por inercia,
una cultura distintiva que rige unánimemente la vida de todos y cada uno de sus
hablantes, aunque no por ser bilingües, sino por disponer de una “lengua
propia”, a diferencia de las regiones monolingües, en las que hay que
conformarse con una lengua y con una cultura… ¿prestadas?
Una nación es,
por encima de todo, una convención administrativa que no se fundamenta en
conceptos fantasiosos, sino en asuntos prácticos: unas leyes, un sistema educativo
y sanitario, una fiscalidad, una red de carreteras... Esa es la cultura común:
las normas e instrumentos para la convivencia. Y lo demás es folklore, bailes
regionales. O gastronomía. O incluso un unicornio rosa.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario