lunes, 23 de octubre de 2017

EL UNICORNIO



(Publicado el sábado en la prensa)

Cuando decimos que un pueblo que secularmente comparte historia y cultura con otros pueblos tiene “una cultura propia”, ¿de qué hablamos en realidad? Pues fundamentalmente de asuntos gastronómicos y folklóricos, ya que sería cosa de brujería que, en el siglo XXI, un segmento de población intranacional sea depositario de una cosmovisión diferente a la de sus vecinos, a no ser que traslademos el foco a las tribus amazónicas, pongamos por caso. Aun así, el tener una cultura propia –o al menos suponer que se tiene, lo que para el caso viene a dar lo mismo- implica desde luego una ventaja: quien disfruta del privilegio de disponer de una cultura propia colectiva puede evitarse la molestia de forjarse una cultura propia individual. Para disfrutar de la primera basta con alimentar unas sugestiones borrosas; para beneficiarse de la segunda, hay que esforzarse un poco en el estudio y en la reflexión. 

              La opción más cómoda resulta clara, sobre todo si tenemos en cuenta que esa cultura infusa, recibida de nacimiento por derechos territoriales, tiene bastante utilidad para quienes carecen de una cultura adquirida, de modo que cualquier iletrado puede sentirse culturalmente superior no sólo a los foráneos, sino incluso a cualquier compatriota que descrea o alimente divergencias con respecto a esa cultura privativa, que de por sí constituye un dogma telúrico. Quien es partícipe de una cultura diferencial, en suma, tiene legitimado el sentimiento del supremacismo cultural, así no sepa hacer la o con un canuto: lo ampara su cultura autóctona, la infusa. Es lo bonito de las ideas mágicas: que puedes hacerlas tuyas con solo desearlo.


            Tenemos la costumbre de identificar los territorios con cultura propia con los territorios bilingües. Bien. El hecho de que una región sea bilingüe es consecuencia de una deriva histórica, como casi todo, aparte de ser la prueba –si hiciera falta- de una cultura menos exclusiva que mestiza. Otra cosa es que se decida considerar como legítima una de esas lenguas y la otra como espuria. Y otra cosa es también la suposición de que el bilingüismo genera, por inercia, una cultura distintiva que rige unánimemente la vida de todos y cada uno de sus hablantes, aunque no por ser bilingües, sino por disponer de una “lengua propia”, a diferencia de las regiones monolingües, en las que hay que conformarse con una lengua y con una cultura… ¿prestadas?  


Una nación es, por encima de todo, una convención administrativa que no se fundamenta en conceptos fantasiosos, sino en asuntos prácticos: unas leyes, un sistema educativo y sanitario, una fiscalidad, una red de carreteras... Esa es la cultura común: las normas e instrumentos para la convivencia. Y lo demás es folklore, bailes regionales. O gastronomía. O incluso un unicornio rosa.

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