domingo, 19 de abril de 2015

HUELGUISTAS SIN HUELGA


(Publicado ayer en prensa)

Todos nos hemos extrañado alguna vez por el hecho, tan insólito como virtuoso, de que, a lo largo de estos años de democracia, nuestros políticos no se hayan puesto en huelga como protesta por las decisiones de la ciudadanía, ya que, a fin de cuentas, se supone que ellos son los empleados y nosotros los jefes, aunque la realidad se encargue de indicar más bien todo lo contrario, por esa afición que tiene la realidad común a volverse comúnmente irreal. Resulta curioso, en fin, que ningún presidente de gobierno se haya puesto en huelga como revancha por una huelga general convocada por sus adversarios políticos y sindicales, como curioso resulta que, tras unas elecciones, ninguno de los líderes de los partidos perdedores haya decidido ejercer una oposición meramente pasiva, de brazos caídos y de boca callada, como muestra de desacuerdo vehemente con la decisión mayoritaria de los votantes.


            Todo sería cuestión de inaugurar la tradición. Que un ministro de agricultura se pusiera en huelga porque los vaqueros no han cubierto el cupo de leche, pongamos por caso, o incluso porque lo hayan excedido, pues con las vacas nunca se sabe. O que un concejal encargado del cementerio se declarase en huelga de hambre porque la gente se dedica a robar las flores de unas tumbas y ponerlas en las de sus deudos, para que de ese modo el homenaje póstumo les salga gratis. O que un viceconsejero de sanidad emprendiera una huelga a la japonesa, renunciando incluso a la hora del bocadillo, para protestar por el hecho de que a todo el mundo se le ocurra coger la gripe a la vez, saturando de ese modo, de manera tan irresponsable e incívica, los hospitales y ambulatorios.


            Que nada de esto haya ocurrido habla mucho y bien no sólo de la gran responsabilidad de nuestros dirigentes, sino también de la solidez de su sentido de Estado, ese sentido de Estado que nadie sabe del todo en qué consiste, pero que, con arreglo a su historial de logros, lo mismo sirve para aprobar una subida de impuestos en tiempos de crisis aguda que para meternos en la guerra de Irak. Al contrario que ellos, los ciudadanos tenemos menos sentido de Estado que estados de sentido, y de ahí sin duda el hecho de que, con más frecuencia de la deseable, el sentido de Estado lo interpretemos no sólo como un sinsentido, sino que también lo padezcamos como un sinvivir.


            Se podrá alegar que muchos de nuestros políticos no dan un palo al agua y que, a efectos prácticos, es como si estuvieran en una huelga permanente, pero no sería justo, ya que, al fin y al cabo, la política no necesita figuras, sino figurantes, figurines e incluso figurones, para que este teatro social que nos traemos entre todos pueda seguir ofreciendo a diario la representación de una tragicomedia colectiva que podría tomar prestado el título de la de Lope de Vega: El remedio en la desdicha.

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