El sábado es un buen día para quedarse en casa y
emprender faenas postergadas desde no sabemos cuándo, aunque latentes en
nuestra conciencia igual que remordimientos, ya que los meses pasan con la
rapidez de una semana, las semanas con la rapidez de un día y los días con la
velocidad de los relámpagos, y de los minutos no merece la pena ni hablar -y no
digamos de esos eternos agonizantes: los segundos.
El sábado es un día idóneo
para decirse: “Voy a ordenar los discos por orden alfabético”, o bien: “Voy a
arreglar las herramientas”, y entretenerse uno en clasificar los tornillos
según su longitud y grosor, y los espiches, y los cáncamos y puntillas, y en
limpiar de óxido el martillo, y en darle aceite al serrucho, y similares.
Hoy es un día inmejorable para
remangarse uno y decir: “El trastero”, y meterse en aquella covacha, entre
botes de pintura reseca, entre cajas de juguetes ya inútiles y entre flotadores
desinflados, y dedicarse a poner en orden las cajas con adornos navideños, los
capirotes de penitencia, los sombreros de ala ancha, los disfraces de carnaval,
los libros polvorientos del bachillerato, los diplomas de participación en
actividades deportivas terrestres o acuáticas, y así sucesivamente, según las
aficiones o devociones de cada cual, pues somos una especie animal muy
diversificada, al menos en las actividades externas, aunque me temo que esas
actividades externas responden a una diversidad inconsolable en cuestiones
internas. O puede decidir uno arreglar los armarios para experimentar la sensación
de quedarse de piedra al ver esa camisa que, hace apenas dos temporadas, era el
último grito y que hoy dan ganas de gritar al verla, o ese jersey ingrato que
nos revive una sensación de picor constante, tal vez porque se elaboró con la
lana de una oveja sobre la que pesaba una maldición egipcia o algo así, o esa
chaqueta que ya no nos cierra.
O puede uno ponerse a
ordenar los libros, o el cajón de los cubiertos, o esos altillos de armario en
los que escondimos cosas que ya no recordamos siquiera, enseres desterrados de
la escenografía doméstica por su inutilidad o por su fealdad.
O puede uno ponerse a
ordenar el secreter de la mesilla de noche, donde siempre acaban deambulando
pastillas viudas, gemelos de propaganda, el alfiler de corbata que nos regalaron
en el banco, un bolígrafo sin tinta y una linterna sin pilas, un par de
pañuelos, unas gafas rotas… Al final, llega el domingo –ese día que dedicamos a
las tareas agotadoras del ocio- y uno no ha hecho nada de cuanto se propuso el
día anterior, como es lógico y natural, pero el sábado –quién puede dudarlo- es
un día estupendo para hacer cosas. Y así pasan los sábados. Y así pasa la vida.
Con todo por hacer, o casi todo. Asombrados de esta velocidad con que el tiempo
nos lleva hacia quién sabe dónde.
(Publicado en prensa el sábado pasado.)
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