El Ministerio de Interior “niega”
que el lanzamiento de 145 pelotas de goma provocara el pánico entre quienes
nadaban de noche para alcanzar clandestinamente la orilla española de África,
que es nuestra orilla más exótica. Que aquello fue más bien, en fin, una
gincana. De esa negación categórica se deduce que el desencadenamiento del pánico
no es un mecanismo subjetivo y sujeto a variantes tanto ambientales como
anímicas, sino un baremo ministerial. En España, si te disparan, tienes que interpretar
que están haciéndolo por tu bien, aunque eso los extranjeros no lo entienden,
de igual modo que no entienden que las concertinas se colocan para que los que
hacen tiempo en el monte Gurugú puedan cortar el queso y el jamón, según
cantaba una chirigota de Cádiz.
En cualquier caso, la historia tiene ejemplos
de contraste para casi todo: cuando los guardias civiles de Tejero se pusieron
a disparar al techo del Congreso, nuestros parlamentarios se comportaron con el
aplomo de Pat Garrett. Nadie pestañeó. Ninguna señoría perdió el señorío. De
ahí quizá que nuestros políticos estén incapacitados para entender el pánico y
la cobardía ajena: si no te gusta que te disparen, no te metas en política ni
en migraciones.
Tan
saludable está, por cierto, nuestra democracia, tan sólida y cañí, que algunos exgolpistas
decidieron celebrar el aniversario del 23F con una degustación de paella en un
acuartelamiento de la
Benemérita, con el propio Tejero de comensal y con su hijo de
anfitrión. Podrían haber dispuesto un menú de marisco, que es el que aquellos exgolpistas
solían permitirse durante sus años de cautiverio, según cuentan los mayordomos
castrenses que les atendieron en sus jaulas de oro. Pero no: paella. Paella
gualda con pimientos rojos: una versión comestible de la bandera. (Y cabe
suponer que con pollo, en calidad de pariente de la insignia de la
preconstitucional.)
Si nuestros guardias civiles, en vez de disparar pelotas de
goma a los inmigrantes, se hubieran dedicado a lanzarles paellas, el lío
hubiese sido aún mayor, al generarse uno de esos intríngulis jurídicos que
tanto marean a las instituciones: nada más tocar la paellera, el nadador
estaría –tanto a nivel legal como simbólico- en territorio español, pues donde
esté una paella, estará España. Como contrapartida, se hubiera visto
fundamentado, eso sí, el argumento ministerial: el lanzamiento de paellas no
causa pánico, sino que más bien despierta el apetito. Y, como no hay mal que
por bien no venga, si te arrojan una paella mientras estás chapoteando, lo
mismo se te pone el ánimo dominguero y eres capaz de volver nadando al estilo
mariposa a tu país de origen -con la paellera en la cabeza- para disfrutarla en
familia, con lo cual se solucionaría el problema. Y Gibraltar español.
(Publicado ayer en prensa)
(Publicado ayer en prensa)
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