lunes, 15 de julio de 2013

LOS OTROS VERANOS



El verano es el tiempo de las expansiones alegres, esforzadamente alegres tal vez, quizá un tanto sacrificadamente expansivas, ya que la diversión exige su esfuerzo, un propósito en ocasiones agotador, una voluntad extenuante de pasarlo en grande o simplemente de no hacer nada, que es algo que cuesta mucho hacer, pero también es el tiempo, a partir al menos de ciertas edades, de las melancolías, de los recuerdos que regresan sin porqué desde su limbo o desde donde quiera que estén agazapados.

            Se acuerdo uno, no sé, del vendedor de patatas fritas, el más veloz de todos los vendedores ambulantes, al que había que perseguir para comprarle un cartucho, ya que iba siempre como quien pisa brasas, como dado a la fuga, con su gorrilla ladeada, menudo y chulapón, requebrando a las muchachas como si en vez de patatas fritas llevase en el canasto, para regalar, un surtido de escamas de oro.

            Se acuerda uno también del vendedor playero de bombones helados, con su camisa y sus pantalones de blancura casi fantasmal, con su bidón acorchado en bandolera, siempre con prisas, ya que el sistema de conservación del frío no era el idóneo y los helados se reblandecían, licuando el recubrimiento de chocolate y dejando la mercancía fofa y sin salida comercial posible, pues nadie estaba dispuesto a comprar un bombón que, nada más sacarlo del envoltorio plateado, le pringase los dedos y se deshiciera como un iceberg dulce y mulato. 

            Se acuerda uno del vendedor de camarones y cangrejos cocidos, un señor que mantuvo durante varios años la ilusión de ser torero hasta que los toros se encargaron de transformarle la ilusión en pesadilla; con su guayabera blanca de patriarca calé con influjos coloniales, con el género cubierto con un paño húmedo para que no se resecara, con su pregón minimalista de voz ronca: “Cangrejos, camarones”.

            Se acuerda uno de aquellos comerciantes de boquerones que improvisaban su despacho en la orilla misma, vendiendo a ojo. (Los niños recogíamos los que saltaban de las cajas y se retorcían en la arena como filamentos de mercurio y procurábamos que sobrevivieran en nuestros cubos de colores, pero al rato el pececillo flotaba muerto, muerto de falta de mar.) Se acuerda uno del vendedor de dulces, puntual a la hora aproximada de la merienda. Del vendedor, también, de las tortas de polvorón recubiertas de azúcar glacé, que no era, en principio, una mercancía muy adecuada para los calores, porque algo tenían aquellas tortas de desierto reconcentrado, y comerte una era como hacer pasar el Sáhara mismo por la garganta.

            Se acuerda uno, en fin, de cosas. El tiempo tiene eso: que es siempre una maraña de presente y de pasado, ya que al futuro más vale dejarlo en el sitio que le corresponde, que es el propio de las meras conjeturas.
            Llega el verano y llegan, como decía, las expansiones. Entre ellas, como ven, la de recordar otros veranos.

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6 comentarios:

Marcos Matacana dijo...

A un paso de cumplir cuarenta, todos los veranos se funden en uno: el eterno verano de la adolescencia, vivida o soñada en la memoria (esa tejedora caprichosa de recuerdos).

Saludos.

B. Vargas dijo...

Para mí, el verano es de natural milagroso. Tendría usted que ver a mi madre (entre 90 y 100 kilos en un metro sesenta y cinco), que se pasa el año quejosa y aquejada de todo tipo de osteoporosis y fibromialgias varias ("mi amiga Conchi tiene lo mismo") doblarse sin pestañear ni tomar resuello en series de cincuenta para coger coquinas en la playa, grácil cual junco mecido por la brisa en la ribera de un río lleno de carpas koi y flores de loto. En julio y agosto no le duele ná. Ahora, según nos acercamos al equinoccio, los dolores vuelven y se me mustia de nuevo hasta el verano siguiente.

Como decía, los veranos, milagro.

Saludos.

L.N.J. dijo...


EL CULPABLE

Ahora que el tiempo
divaga en mi memoria
y no puedo atrapar
ningún recuerdo
siento como la locura
me hace sentir
una extraña sensación,
no es el mal estado
en el que me encuentro
se lo debo todo
al cambio climático.
Descuiden si me ven
saboreando un helado
en invierno,
es que alumbra
un rayo de sol
en el cielo de boca.

L.N.J.










Mónica Palacios dijo...

Ha recuperado usted en un instante idénticos recuerdos en mi memoria, solo que yo le he añadido la banda sonora de los manidos reclamos entonados por los vendedores, ya hubiera levante en calma o manifestado, o poniente. Cada uno de ellos con un cántico distinto y particular, al que le daban ese toque personal que los distinguía del resto. Resultando imposible confundir al vendedor de patatas fritas, del de refrescos o del aviones de corcho o paracaidistas de plástico.
Visto lo visto, resultan bastante insulsas nuestras playas de ahora.

paraserbreves.blogspot.com

L.N.J. dijo...

...de mi boca...

la calor, que derrite las palabras.

Gracias

Señorita Rock'N Roll dijo...

Todo sea que tanto recordar no haga que nos olvidemos de vivir el presente.

Me ha gustado. :)