sábado, 24 de julio de 2010

SER O NO SER




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Los grandes dictadores, los grandes asesinos desdoblados en políticos, suelen ser personajes cómicos, lo que no quita que puedan ser personajes aterradores: payasos de manos ensangrentadas, bufones que se han sentado en el trono vacío.


Ernst Lubitsch, en 1942, supo ver que uno de los mayores criminales que había en ese momento en el mundo no era más que un risible mamarracho, una marioneta macabra que no necesitaba caricatura alguna, pues era todo él una caricatura de por sí: Adolf Hitler. Se le criticó en su momento a Lubitsch la supuesta frivolidad de abordar en clave de vodevil una realidad que estaba causando muerte y terror, pero hay que tener en cuenta que la conciencia del buen cómico es premonitoria: adivina el halo de la comicidad allí donde se manifieste, así se manifieste bajo la envoltura de una tragedia real. Lubitsch se vengó anticipadamente de Hitler: lo convirtió en una figura ridícula cuando aún pasaba por ser una figura terrorífica. Esa es, tal vez, la grandeza del cómico: viajar hasta el fondo de nuestra conciencia para revelarnos el lado ridículo de toda solemnidad, de toda grandiosidad, de todo delirio egolátrico.


El falso Hitler de Ser o no ser aparece en medio de una calle de Varsovia y la gente se aglomera en torno a él, estupefacta, porque no acierta a entender qué hace el monstruo allí. Y es que al más sanguinario y vesánico de los redentores ideológicos lo pones en medio de una calle, con su uniforme, con sus medallas, con su bigote geométrico, y se viene abajo, porque no resiste la realidad. Y eso es lo primero que hace Lubitsch: sacar al demente de su espacio de alucinación, de su castillo inexpugnable, y plantarlo en medio de una calle cualquiera. Y te ríes. Y luego te enteras de que ese Hitler es un actor disfrazado de Hitler que no interpreta a Hitler, sino a un actor disfrazado de Hitler. Y comprendes entonces todo: el pequeño dios terrorífico, el pequeño muñeco diabólico, el dueño de la vida y de la muerte no es más que un pobre diablo con bigote carnavalesco. Y allí lo vemos, puesto en mitad de una calle, con su patetismo de caricato suplantado por un cómico.


Porque la calle, la vida cotidiana, la gente que va y viene a sus afanes representa el triunfo de la realidad frente a esos sueños complicados y aterradores de la realidad que acostumbran tener los peleles que disfrutan de esa cualidad misteriosa -y a veces tan peligrosa- que llamamos carisma.

3 comentarios:

Microalgo dijo...

Indudablemente.

De paso, rompo una lanza a favor del humorismo. Nómbrenme a un premio Nobel de literatura que no haya escrito más que unos dramones del nueve largo recortado con puntitos amarillos y linternas chinas amarradas a los cuernos.

A ver. A cinco duros la respuesta.

Y ahora preguntémonos por qué, al menos a mí, me cueta tanto dar con uno. Como posible respuesta podemos esgrimir mi incultura literaria, así que si Ustedes conocen a algún escritor con el que uno pueda reírse a gusto y al que le hayan dado un Nobel...

Un Nadal, sí. Así que tampoco vamos por mal camino.

En fin.

L.N.J. dijo...

Hola, Felipe.
Como Leon degrelle : dueño de La Carlina en Constantina (mi pueblo natal). Y es que las historias no se olvidan y queda ese recuerdo carismático del que nos habla.
Dicen , que se le relacionaba con el famoso "Timtím".

En la vida cotidiana hay diferentes tipos de públicos, me quedo con los que nombras, a los que dediqué un día el poema " De otra manera".

Besos.

Mcartney dijo...

Philippe:
Muy bien expresado eso de : "El lado ridículo de toda solemnidad, de toda grandiosidad, de todo delirio egolátrico."
Me río contigo.