El relleno de una almohada puede ser de diversos materiales, incluida la pluma de aves desplumadas. Como suena: existe gente que duerme sobre los restos mortales de seres voladores. Hay que tener valor, desde luego, para apoyar la cabeza en una almohada de pluma y dejar que la cabeza en cuestión planee a su aire por las regiones ondulantes de los sueños: lo mismo sueñas, no sé, que eres un pato al que persigue el punto de mira de una escopeta, o que eres un ángel aterrado de tener alas en la espalda, porque te duelen, de modo que, en un mal día, maldices a Dios y te conviertes en un ángel caído, fétido y pérfido, allá en las regiones infernales, agitando alas negras, tintadas por las tenebrosidades de tu alma echada a perder. O qué sé yo: apoyas la cabeza en una almohada de pluma y lo mismo sueñas que eres el jefe de una tribu apache, y en la mayoría de las ficciones los apaches tienen todas las papeletas de la tómbola de la desdicha, así que vas a descansar poco, porque los desdichados viven instalados en el desasosiego.
Si las almohadas hablasen, nos quedaríamos de piedra. La única ventaja de los sueños es que se olvidan casi a la vez que se conciben, aunque es probable que nuestra almohada lleve un registro de todos nuestros sueños, ya sean amables o atroces. En el interior de una almohada es posible que se tejan laberintos minuciosos, con muros hechos con los despojos de la razón, y eso está ahí, ¿verdad?
Cuando cambiamos de almohada, nos pasamos dos o tres días sin soñar gran cosa, porque nuestra cabeza duerme sobre una materia impoluta. Pero, a partir del cuarto día, vuelven los sueños, con todo su vodevil de sinsentidos, con su circo freudiano, con su guiñol de alucinaciones: nuestra almohada se ha manchado con los vertidos invisibles de nuestra mente, y es ya un elemento tóxico del menaje doméstico.
Cuando dormimos en un hotel, jamás logramos descansar del todo, porque se nos cuelan en la cabeza los sueños confusos de los miles de viajeros que nos han antecedido en el uso de la almohada en cuestión, y no es raro que, en mitad de la madrugada, se despierte uno sobresaltado, sudando, aterrado de sí mismo: te has contagiado de un sueño ajeno, demasiado exótico para tu conciencia; un sueño quizá inacabado que andaba errante por el tejido del relleno de la almohada, buscando una víctima anónima y fortuita para cumplirse, porque a los sueños no les gusta que se les deje por la mitad, al saber de sobra que por ese flanco les viene su desprestigio histórico: ser el territorio natural de la inconsecuencia, a pesar del optimismo de algunos psicoanalistas.
Sólo añadir que la almohada de un enfermo viene a ser parte de su enfermedad: esa blancura sucia que esponja el sudor y la fiebre, que sirve de bosque encantado para la microfauna bacteriológica o vírica y de apoyo para una cabeza despeinada, con ojos visionarios, ardientes y rojizos, como si estuviesen sufriendo una visión anticipada de los trasmundos, que es adonde nos iremos todos cuando nos llegue la hora, como no hace falta decir.
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8 comentarios:
Tú hablando de las almohadas y Juan Carlos Aragón con un pasodoble a la cama.
La verdad, es que estamos muy profundos, muy sinceros.
Un fuerte abrazo.
Como siempre, profundo y ameno.Un verdadero placer.
Gracias por los comentarios. Así no tiene uno la sensación de estar colgando textos en el vacío.
Pienso que la almohada es uno de mejores inventos junto a la rueda y la cuchara sopera (risas).
Un fuerte abrazo para ti y otro para tu estilo inconfundible y las palabras que son como almohadas.
Felipe, no pienses nunca eso, por favor.
Un abrazo.
Qué magnífico y sugerente!
Dos, tres cosas:
* Hay que lavar con frecuencia las almohadas.
* Me impactó hace años la lectura del cuento de H. Quiroga (viva a pesar de sus detractores), desde entonces no duermo tranquila.
* Las antiguas, de lana de oveja, facilitaban el sueño: no a los asuntos sintéticos.
A ver qué te parece, maestro.
LAS ARMAS Y LOS SUEÑOS
Tras sus derrotas en Gránico y en Issos y en Arbela, la leyenda sabe que no fue asesinado por su sátrapa Besos cuando huía, sino que en una de las primeras noches que le brindó el otoño bajo la media luna de septiembre –en el año 331 antes de Cristo– Darío III, rey de todas las fortunas de Persia, poseedor de sueños temerarios, había de soñar que en un preciso instante de su lucha contra los ejércitos de Grecia en la laboriosa llanura de Gaugamela, en la Alta Mesopotamia, se quedaría dormido entre la gloria y la muerte durante un corto espacio de tiempo, aunque lo suficientemente largo para soñar con la terrible mirada (“como un campo incendiado”, algunos autores clásicos escribirían luego) del macedonio, acaso porque nunca lo había conocido.
Al despertar, la espada de Alejandro brillaba en su cuello entre los hilos de sangre de quien no ha de ver el nuevo día. Pero de pronto Darío Codomano pudo saber (ya sin asombro) que había sido todo bajo el sol como un grandioso sueño (con un millón de infantes y cien mil jinetes y doscientos carros con hoces afiladas en las ruedas, asegura Arriano en la Anábasis). Y con una inesperada celeridad, se enfrentó a dos grandes espejos que custodiaban su cama y sus ojos relucían como monedas en el fondo de un río, mientras el Magnánimo (cuyo nombre se puede traducir por El Protector del Hombre) le aplicaba en la frente un paño húmedo y unos besos con lástima en los labios.
No solo el garante impuesto por los dioses tiene en su mano las dos llaves del ilimitado Perdón y del infinito Castigo, pero ya no importaba. Nueve meses después, tras otro amanecer idéntico al de entonces, y en contra del amor tempestuoso y las enarboladas pasiones y los tremendos delirios del rey de Babilonia, discípulo de Aristóteles, nadie pudo evitar que la daga se hundiera en el indefenso vientre del último campeón de la dinastía aqueménida.
Desde aquel día, sin abrazo, herido en la peor de las batallas, se le ve caminar entre las lanzas y escudos de sus ansiosos generales, a izquierda y a derecha, como una vulgar aparición, así los enemigos de Grecia pueden ver por fin el rostro de Alejandro, otrora el Grande (el que había franqueado el Eúfrates y el Tigris, y abierto el mundo de su tiempo y el bravo corazón de cuantos con él fueron al Asia) y hoy tan solo el que ha depuesto las armas y los sueños. "No era esto lo que yo pretendía".
Me parece estupendo, Alejandro.
Me alegra que sigas en racha.
Un abrazo.
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