(Publicado ayer en prensa)
Muchas de las cosas que considerábamos insignificantes
las añoramos ahora como muy significativas. Por ejemplo, entrar en un bar sin
que nos espantase que encima del mostrador hubiese alimentos expuestos a todos
los aerosoles víricos o bacterianos que nos diese por soltar cuando
estornudábamos o cuando discutíamos con el vecino de barra -cada cual desde su
enfoque ideológico- sobre las medidas más eficaces para el arreglo instantáneo
de los problemas del país, por esa cualidad mágica que tienen los bares de
transformarse en una versión alcoholizada del Congreso de los Diputados.
Echamos
de menos salir a la calle no para respirar aire puro, porque eso no es
patrimonio universal, pero sí al menos para respirar algo que no fuesen
nuestras propias toxinas. Recordamos con nostalgia los encuentros distendidos
con esos familiares y amigos a los que
ahora vemos como amenazas potenciales para nuestra salud. Rememoramos aquellos
paseos por la playa sin mascarilla, porque una persona en bañador o en bikini
se convierte en una estampa surreal si va enmascarada, e incluso sugiere algún
tipo de fetichismo, aunque agradecemos a nuestras autoridades que no hayan
impuesto el uso de escafandra.
Echamos
de menos muchas cosas, en fin, pero en especial nos echamos de menos a nosotros
mismos, convertidos ahora en personas hurañas y asustadizas, en seres emocionalmente
fragilizados por un ente invisible, cuando no en sociópatas.
Al
principio de esto, optamos por la versión dulcificada del ser humano: la
solidaridad, la empatía, la conmiseración por los enfermos, los aplausos. A
estas alturas, vamos ya por el individualismo, por la desconfianza y por el
sálvese quien pueda, hasta el punto de que vemos a alguien sin mascarilla y se
nos despierta un odio irracional, en tanto que los negacionistas de la
mascarilla nos ven como borregos amaestrados que asumen el ponerse un bozal
como gesto de sumisión. Tampoco podía esperarse mucho más de nosotros.
Nos
preguntábamos qué aprenderíamos de esta lección severa, y los más optimistas
preconizaban un cambio de mentalidad, por supuesto para bien. Sí, cómo no: siempre
perfeccionándonos.
Estamos
a principios de agosto y Aranda de Duero (32.000 habitantes) ha tenido que volver
al confinamiento. Y ya se sabe: a factores idénticos, consecuencias
extrapolables.
Tiene
uno la impresión de que, a pesar de los malos datos sanitarios, estamos
dándonos una tregua artificial, a la espera de septiembre, en que nos aguardan
experimentos inquietantes: por ejemplo, la vuelta masiva al trabajo y a las
aulas, al transporte público y a los grandes focos de contagio de los que
muchos han podido huir gracias a las vacaciones.
Y a ver por dónde rompe la sorpresa.
.
Ya se habla de toque de queda en Euskadi , y en Ecuador hay la Ley Seca y toque de queda , también he visto una reyerta entre jóvenes por el asunto de la mascarilla en una playa de Bélgica. El realismo y el pesimismo van de la mano , y algunos partidarios de llevar mascarillas van a considerar a los que no la llevan como asesinos espontaneos , y actuarán violentamente alegando defensa propia por miedo a contagiarse y morir .
ResponderEliminarJoaquín Sabina en Noches de boda canta : Que el fin del mundo te pille bailando , pero también : Que no te duerman con cuentos de hadas , Que no te cierren el bar de la esquina . Este temazo se adapta a distintas realidades, incluida la nueva normalidad
Caldicot
ResponderEliminary no nos lavaremos más las manos
Lo de queremos dejar de ser subnormales ha puesto el listón muy alto , pero ahora con la incidencia de los puticlubs en la pandemia veremos sorpresas extravagantes, he flipado viendo en Venezuela a personas haciendo zanjas a pico y pala , llevaban puesto atrás un cartelón que venía a decir : estoy trabajando a pico y pala por no llevar mascarilla, eran un pelotón y trabajan gratis y con la mascarilla puesta , además guardando una distancia de más de 2 metros .
ResponderEliminarMuy buenos sus twiters Felipe
Caldicot