Tal vez no seamos conscientes del complejo mecanismo que ponemos en funcionamiento cuando pedimos por teléfono una pizza.
Llamas a la pizzería y dices algo así como: “Quiero una pizza gigante de masa fina y muy hecha, con extras de atún, cebolla, langostinos, chorizo, doble queso y alcaparras”, pongamos por caso, pues la pizza es uno de los pocos lugares del mundo en que pueden armonizarse las sustancias heteróclitas, sin duda gracias a la colaboración de la mozzarella, que todo lo integra sobre su lecho fundido.
Pides una pizza, en fin, y al instante se activa una secuencia urgente de acontecimientos: masa extendida mediante rodillos expertos y veloces, condimentos esparcidos con dedos de ilusionista que arroja polvos mágicos dentro de una chistera, horno candente de Vulcano… Pero lo mejor viene cuando la pizza sale de su infierno, en su exacto punto de fundición, con su sabroso aspecto de muñeca de goma derretida. “Lista la número 24”, grita el pizzero en jefe, y ahí entra en acción un elemento fundamental en el jerarquizado mundo de la pizza: el motorista, cuya misión consiste en llevar a nuestro domicilio la pizza ansiada.
El código deontológico del repartidor de pizzas está inspirado en dos conceptos: la velocidad y la temperatura, pues a toda mecha tiene él que ir para que la pizza no llegue fría, ya que una pizza enfriada suele ser motivo sobrado de devolución, quizá porque no existe cosa más nauseabunda que una pizza a temperatura ambiente. Por este motivo, el motopizzero ha desarrollado una mentalidad de espermatozoide: importa llegar cuanto antes, por el camino más rápido, sin pensar en otra cosa, con diligencia de marine en territorio vietnamita.
Nada más colocar la pizza en el cajón de su motillo a escape libre, el repartidor fija en su mente las coordenadas precisas de su destino y allá va, con una especie de piloto automático activado dentro de su diencéfalo, dejando cualquier camino por coger cualquier vereda, con la lengua apretada entre los dientes, con los ojos fijos en el caleidoscopio del horizonte urbano, sorteando vehículos y transeúntes, por calles sin asfaltar, por calles peatonales, en dirección prohibida o por encima de las aceras, esquivando con rápidos zigzags los veladores de las terrazas y los cochecitos de los bebés, urgente y diligente, ansioso y presuroso, heroico y paranoico, como si le persiguiera el demonio enemigo de las pizzas. Uf. Allá va él, capaz de dejar atónita a la Hormiga Atómica y acomplejado al Correcaminos, veloz como un torpedo nuclear de mozzarella, con su metralla de pepinillos, aceitunas o alcaparras. Allá va.
Suena el interfono: “Pizza”, dice el repartidor, prestándole así su voz a la pizza misma. Con el casco ladeado, con los ojos avivados por el riesgo, con la bilis derramada por la cadena imprevista de audacias acrobáticas y de acrobacias audaces, el repartidor te entrega tu extravagante pizza personalizada y tú, como movimiento reflejo de burgués resabiado, palpas el fondo de la caja de cartón. Y sí, está caliente. “Misión cumplida, camarada repartidor”, le dices. Y le das de propina un euro, cuando lo que en realidad se merece no es otra cosa, en fin, que una medalla.
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