Pitágoras fue un tipo raro: matemático puro y profeta religioso, filósofo y santón. Según algunos, fue hijo del dios Apolo; según otros, lo fue del rico Mnesarcos. (Una cuestión, en fin, que convendría dejar en manos de genealogistas expertos y prudentes.) Según otros, ni siquiera existió.
Se le atribuyó a Pitágoras la facultad de llevar a cabo milagros y la posesión de poderes sobrenaturales, lo que no constituyó un impedimento para que afirmase que todas las cosas son números ni para que formulara la proposición de los triángulos rectángulos. En virtud de esta dualidad psicológica (la magia y la ciencia, el abracadabra y las especulaciones en torno a la hipotenusa y similares), fundó una escuela de matemáticos y una orden religiosa entre cuyas reglas se contaban las siguientes: no comer alubias, no romper el pan, no comer de una hogaza de pan entera (es decir, ni pan troceado ni pan entero; ¿rayado tal vez?), no comer corazón y hacer desaparecer la huella del cuerpo en las sábanas al levantarse, entre otros preceptos no menos desconcertantes que pintorescos, aunque fáciles de observar, en fin, por los devotos.
Andaba Pitágoras convencido de que el alma no sólo es inmortal, sino además reciclable, de manera que iría transmigrándose de forma indefinida, insospechada y a veces un poco deshonrosa: el alma de un emperador soberbio podía ir a parar al cuerpo multicolor de un guacamayo, por ejemplo. El jonio Jenófanes se burlaba de esta teoría mediante un chiste: decía que, al pasar por una calle en que se maltrataba a un perro, Pitágoras gritó: “¡Alto, no le hagan daño! Es el alma de un amigo mío. Lo supe en cuanto oí su voz”. (Aunque igual acabó el alma burlona de Jenófanes dentro de una perrita marilín, porque con estas cosas nunca se sabe.) Shakespeare, en su obra La noche duodécima (también conocida como Noche de Reyes), puso en boca de sus personajes un parlamento cómico sobre la idea pitagórica de la transmigración: “El alma de nuestra abuela puede pervivir en ave”, dice Malvolio.
Hay contemporáneos nuestros que alardean de creer en la transmigración pitagórica, en la reencarnación budista y en la metempsícosis de andar por casa. Una suerte, desde luego, si se piensa, porque de ese modo se evitan muchas zozobras derivadas de la conciencia de inutilidad de los afanes humanos: nada acaba con la muerte, sino todo lo contrario más bien, pues se inaugura con ella la tómbola de las almas ambulantes.
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Lo que resulta curioso es que todos los partidarios de esas teorías se instalen siempre a un buen nivel jerárquico: “En una vida anterior debí de ser violinista”, “Creo que en otra vida fui zar de Rusia”, “Creo que he sido ruiseñor”, “Estoy convencido de que soy la reencarnación de un vampiro”, oímos de vez en cuando. Nunca oímos decir a nadie que en una vida anterior fue la carcoma instalada en la caja de un violín, un pato ciego devorado por un zorro, el mamporrero de las caballerizas del último zar de Rusia o la bisagra mohosa del ataúd del conde Drácula, esa bisagra chirriante que, a las doce en punto de la noche, desgarra el silencio en la cripta gótica de un castillo neblinoso, allá en la neblinosa –imagino- Transilvania. Nadie ha sido el alma de una rata asustadiza, de un eunuco persa ni de una gamba enferma de los ojos, errabunda por un mar contaminado.
Los nuevos ricos metafísicos, en fin, con sus antepasados ilustres, apócrifos y etéreos… No como servidor de ustedes, reencarnación legítima de una neurona averiada de Pitágoras, como pueden apreciar.
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Mi enhorabuena por el texto, brillante e hilarante. A mí sí se me ocurren, sin embargo, reencarnaciones en seres poco airosos, tales como culebras, sapos, hormigas o escarabajos. Dicen que hay varios de esos infelices vagando por las inmediaciones de San Andrés de Teixido...
ResponderEliminarMuchas gracias.
ResponderEliminarY permítase ser más optimista con respecto a la opciones de reencarnación: salen gratis.
Jenófanes era genial.
ResponderEliminarGran entrada Felipe.
Gracias, Javier.
ResponderEliminarTambién puede resultar entretenido pensar en qué se habrá reencarnado Stalin o Hitler o Franco...
ResponderEliminarMás vale ni pensarlo...
ResponderEliminarPues a mí, Felipe, si me dan a elegir, me gustaría ser una, sí, solo una (seguro que habrá alguien en mis mismas circunstancias), de las pupilas azules de Scarlett Johansson, ay. Y que ella fuera ella, claro.
ResponderEliminarUn abrazo veraniego.
Bueno, Alejandro, el problema de ser una pupila de Scarlett Johansson es que sólo la verías a ella -porque imagino que de eso se trata- cuando se mirase al espejo, y corres el riesgo de pasarte la vida viendo a los novios de Scarlett Johansson... o incluso a Woody Allen.
ResponderEliminarQué requetebién escribe usted, caramba.
ResponderEliminarMuy buena su reencarnación hacia atrás, aunque sea en forma de neurona averiada. Porque esa es otra: ¿Hay que reencarnarse por obligación siempre en el futuro?
ResponderEliminarFantástico texto; me encanta lo de borrar las huellas del cuerpo en la sábana.
Alejandro, las pupilas no pueden ser azules. Todas son negras.
ResponderEliminarBécquer cayó en el mismo error.
Ah,me equivoqué: usted es la reencarnación actual de esa neurona, pero podría ser al revés, ir hacia el sistema nervioso del sabio a incordiar un poco.
ResponderEliminarJoder, moleskine, tienes razón. Recuerdo una conversación "típica" de bar con un colega sobre esto mismo (risas). ¡Las pupilas son negras! Sí, así es. Lo que es azul (o de cualquier otro color) es el iris. (Ay, Bécquer, instalado para siempre en nuestro inconsciente.) Pero bueno, como se trata de un juego poético, digámoslo así, se acepta el "error poético", puesto que en la poesía -como leí una vez-, debido a esos preciosos escrutinios a que nos tiene acostumbrados, que no son siempre los mismos de la razón, hay pupilas azules, caballos verdes, geranios que florecen en la playa y tulipanes en la nieve, ¿no?
ResponderEliminarUn saludo para todos. Y gracias, Felipe, por permitirme darle relieve a la anécdota.