Ahora, con la llegada de los calores, nuestra idea de la civilización occidental comienza a transformarse. Se trata, por supuesto, de una transformación involutiva: una nostalgia súbita del salvajismo.
Esa nostalgia se manifiesta con rotundidad en la querencia al desnudo, cuyo límite de legalidad suele fijarse en el concepto de tanga, que constituye una evolución anatómica no sólo del taparrabos que usaban nuestros antepasados remotos, sino también del bikini, que en su época pareció la intemerata.
De todas formas, son otros muchos los indicios de esa nostalgia selvática que propicia la llegada violenta del verano: las camisas con estampaciones de papagayos, sin ir más lejos. Las camisas con estampaciones de papagayos (y quien dice papagayos dice guacamayos o similares) tienen la virtud de convertir a los seres humanos en selvas ambulantes: te ves venir desde lejos a un individuo con camisa de papagayos (o similares) y es como si estuvieras adentrándote en una región exótica, y late en ti de repente un instinto telúrico, y te dan ganas de aullar, de agarrarte a una liana, de cazar con tu lanza un leopardo.
Las camisas con estampaciones de papagayos suelen combinarse, con escasa ortodoxia tal vez, con gorras de propaganda y con chancletas de propulsión neumática. Una combinación, ya digo, que resulta al pronto chocante. Pero si sometemos ese aparente caos indumentario a un análisis antropológico severo, caemos al instante en la cuenta de que tales elementos heteróclitos conforman un sistema de armonía.
En efecto, los complementos referidos (gorra y chancletas) vienen a constituirse en símbolos transgresores, en emblemas de rebeldía frente a la opresión del peinado y de los kiowas, por no hacer mención siquiera de la terrorífica corbata. Si un empleado tiene que pasarse once meses al año disfrazado de interventor del negociado 1º del distrito 2º de la empresa municipal de aguas, por así decir, es lógico que, nada más llegar a su destino veraniego, se ponga su preceptiva camisa con papagayos (o similares), eche mano de la gorra de propaganda que le dieron en el estanco o en la caja de ahorros, se calce sus chancletas aerodinámicas y se lance a la calle con su uniforme ritual de veraneante indómito, como venganza pública por su labor esclavizante en el negociado 1º del distrito 2º.
Con la subida de las temperaturas, nos entra a todos la nostalgia del grito de Tarzán, la nostalgia del alarido del hechicero en trance, del rugido gutural de la bestia encelada y del bramido egolátrico del gorila, de modo que vamos por la calle, de madrugada misma, chillando, pateando papeleras, cantando coplas rocieras a coro, entonando himnos pandilleros, porque sabemos que las selvas, de noche, tienen que ser ruidosas si quieren merecer la consideración de selva, y ningún animal debe dormir tranquilo en una selva, reino del sobresalto: la serpiente que se come al ratón, el sapo que engulle una luciérnaga…
Con la llegada del calor, en fin, todos acatamos nuestro papel en esa representación teatral que es el verano. Una representación teatral ambientada en una selva en la que casi todos sus habitantes hacen lo posible por ser más salvajes que los demás.
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Me encantó cuando leí a no sé quién (supongo que mujer) la pregunta retórica: ¿por qué los hombres en vacaciones se ponen gorros ridículos? Quizá sea por esto que apuntas. Pero es verdad, una camisa hawaiana, una gorra de jubilado, unas chanclas, nos hacen sentirnos un poco en el caribe, un poco en un velero, y otro poco en Ciguatanejo. Benditas sean.
ResponderEliminarLa verdad es que, visto así, el verano no parece tan terrible...
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