En estos tiempos, el hecho de ser
pesimista supone un ejercicio de optimismo, ya que la cosa podría ser peor: caer
en el catastrofismo, y ahí no deberíamos llegar, al menos de momento, porque
catastrofista se debe ser cuando se ha consumado la catástrofe, no antes,
precisamente para no pecar de catastrofista.
Vivimos en un mundo bastante raro: por ejemplo, Putin tiene un sueño imperial y de repente se dispara el precio del aceite de girasol, lo que establece una relación esotérica entre el acto de freír unos calamares y el patriotismo gansteril de un villano de tebeo. Lo que no acaba uno de entender es que, estando como está el precio del aceite, con qué se ha frito el cerebro la mayoría de los italianos para a) abstenerse o b) votar a una candidata que viene a ser un híbrido de Mussolini y de la niña del exorcista en un momento de subidón.
Supongo,
no sé, que la aspiración popular dominante no es otra que la de remediar la presunta
ineficacia de la política con el antídoto experimental de la antipolítica, basada
en la transmisión asilvestrada y elemental del discurso: donde se ponga una
jeremiada, que se quite un análisis; donde sirva un exabrupto, para qué un
razonamiento; donde pueda pintarse un apocalipsis, qué pinta la realidad.
Históricamente,
cuando las cosas van mal aparecen los fantoches con disfraz de salvapatrias.
Pero para ser un fantoche carismático hay que lograr que un porcentaje elevado
de fantoches anodinos alimente la fantasía de que eres el fantoche prometido,
el rey de los fantoches, el mesías de todos ellos. El fantoche alfa. No es
tarea sencilla, aunque algunos lo consiguen, ya sea en Brasil, en EEUU, en
Rusia, en Bielorrusia, en Hungría o incluso en la comunidad de Madrid, por no
dejar a nuestro querido país sin representación.
En
el lado opuesto, estamos los idiotas que identificábamos la civilización con un
progreso continuado, con una consecución de derechos y valores, con una
prevalencia de la razón sobre la barbarie. Nuestro error ha sido pasar por alto
un detalle decisivo: el factor humano. Las ideas se desenvuelven bien en los
ámbitos de la abstracción, pero luego, a la hora de ponerlas en práctica, nos
sale el hombre de las cavernas y ya las ideas pasan a ser pintoresquismos
ociosos, utopías de mentes blandengues y buenistas.
En
estos momentos, todo da la impresión de ir a la deriva, como la nave de los
locos. Y piensa uno, en su pesimismo transformado desesperadamente en
optimismo, que la única manera de evitar un naufragio consistiría tal vez en
encallar, para al menos quedarnos como estábamos.
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