(Publicado en prensa)
A estas alturas, la reina de
Inglaterra sigue sin enterrar y se diría que continúa reinando ahora más que
nunca: una presencia fantasmagórica que determina en estos días la cotidianidad
de sus súbditos, aunque no solo de ellos: en otros países no sé, pero aquí en
España parece que se nos ha muerto algo así como la abuela universal, y no hay
cadena televisiva, periódico, revista del corazón o emisora de radio que no
esté empeñada en abocarnos al duelo por la pérdida de una soberana que, a pesar
de los beneficios de la globalización, nos pilla un poco a trasmano.
Esta
celebración fúnebre, tan teatral como maratoniana, tiene un componente de
cuento gótico, de fasto faraónico y de ceremonia tribal: el espíritu supremo y
mágico que, tras su muerte, permanece en el mundo de los vivos como una
presencia sobrenatural y prodigiosa. La muerta que no ha muerto. La difunta que
sigue en la realidad y en la realeza, que, bien mirado, son dos términos
antagónicos, ya que el sustento básico de la realeza no es la realidad, sino la
irrealidad, la pura fantasía.
Ese
despliegue de irrealidad en torno a la realeza sabe disponerlo la casa real
británica con una profesionalidad casi inigualable, o solo igualada por la
parafernalia que despliegan algunas tribus salvajes en torno a sus monarcas. La
reina Isabel entendió como nadie que la monarquía no soporta un relato acogido
al patrón del realismo, sino que tiene que convertirse en un cuento de hadas, con
carroza dorada incluida, y en eso anduvo durante su largo reinado, proyectando
una imagen de ente mutante: lo mismo aparecía en público caracterizada como una
anciana que acaba de arreglarse para ir a tomar el té con unas amigas que
disfrazada de reina pomposa a la que le hubiesen puesto encima todo el vestuario
de un teatro de variedades.
Se trataba tal
vez de jugar con dos tiempos: el pasado y el presente. Pero sobre todo con el
pasado, por esa necesidad que parece tener el pueblo de que le regalen
espejismos retrospectivos de fastuosidad y de feudalismo.
Lee
uno las semblanzas que se publican en estos días y llega a la conclusión de que
lo más elogiable de la reina Isabel fue el acertar a no meterse en política,
que es lo mismo de lo que al parecer presumía Franco, otro muerto que tardó
mucho en morir, en el caso optimista de que haya muerto del todo.
La
serie televisiva The Crown nos
ofreció un relato de la intimidad de la familia real británica. No puedo saber
si se trata de un retrato fidedigno, pero sí que se trata de un retrato
convincente: una familia real que, en el fondo, es una familia vulgar, con sus
problemas vulgares, con sus aficiones vulgares, con sus mentes vulgares. Porque
puedes ponerte una corona, pero lo importante no acaba siendo la corona, sino
la cabeza sobre la que se sostiene, y ahí el asunto se complica un poco. Si no,
que se lo pregunten a Miss Mundo, por ejemplo.
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Solo es otra maniobra más de distracción.
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